Estos dos parajes, juntos a los de Torre Hacho y Valsequilllo, forman el verdadero pulmón verde de Antequera. Esa mañana quería visitar al amigo Juan, el guarda de medio ambiente y encargado de la torreta de vigilancia del Infoca, situada en lo más alto de Guerrero.
Para llegar hasta la torreta, hay que subir por una serpenteante y vertiginosa pista forestal, llena de grietas en algunos tramos, provocadas por las correntías de las lluvias. Siempre hacia arriba, hacia lo más alto y acompañados por la presencia sobrecogedora de la Peña de los Enamorados, la cual pierde su forma humana a medida que vamos subiendo, pero al mismo tiempo, su milenaria caliza se nos muestra imponente y por momentos parece que la podemos acariciar…
Al fin llegué a la cima y allí estaba perenne cómo siempre el amigo Juan. Me ofreció café recién hecho y lo tomamos en el mirador de la torreta, donde nos sentíamos dos verdaderos privilegiados, a la derecha podíamos observar las tierras de Granada, la Sierra de Loja, Archidona y su ermita. Al frente nuestra Peña y la fértil vega antequerana, al fondo la Camorra y la Sierra de Humilladero y más allá el Peñón de Algámitas en tierras sevillanas y siguiendo la circular: la Sierra de Cádiz, la Sierra de la Huma en el mágico Valle de Abdalajis, seguido de nuestro increíble Torcal y su extensión natural la Sierra de las Cabras. Los montes del Hacho y el Romeral… un espectáculo increíble y soberbio para los sentidos, entonces fue cuando comprendí de verdad las palabras del amigo Juan: “Mi trabajo es un privilegio y me siento un verdadero afortunado por cuidar de nuestros montes”.
La torreta de vigilancia, es su hogar durante los meses más calurosos del año y en ella hace vida. Con su pequeño huerto, su aljibe de agua potable y un escaso mobiliario sin comodidades para la vida diaria del guarda.
El amigo Juan es un verdadero “ángel de la guarda”, que cuida de nuestros montes, vigilando que no se produzca ningún incendio forestal. Aquella mañana fue la primera vez que oí hablar del refugio minero de Guerrero. Juan me contó que en una determinada curva de la pista forestal, salía un pequeño sendero que se adentraba en el pinar de reforestación y que siguiendo aquel sendero saldría a una gran explanada en medio del pinar, donde encontraría una curiosa construcción en piedra. Me explicó que se trataba de un refugio minero, con una forma extraña.
“Tengo que ir ya”, fue lo primero que pensé… y después de mi visita a Juan, dirigí mis pasos hacia aquel refugio misterioso. Yo sabía de la existencia de minas de óxido férrico en los montes de Guerrero, cuyo origen se remonta a los pueblos íberos y que posteriormente fueron explotadas por el imperio romano.
A finales del siglo XIX y principios del XX se volvieron a explotar, pero su duración en el tiempo fue muy breve.
Yo había explorado algunas de ellas hace años, buscando una gran mina que, según la tradición popular, tiene su entrada en Guerrero y la salida más allá de la fuente de La Yedra, pero por más que la he buscado, nunca la he localizado.
Encontré el sendero del que me habló Juan y me adentré en él, perdiéndome entre la espesura de los pinos y el matorral mediterráneo. Aquel verde bosque empezó a abrirse, dejando ver una gran terraza natural al borde del arroyo, la cual estaba coronada por una construcción totalmente atípica y extraña… más bien parecía un refugio invernal de alta montaña, de esos que encontramos en Sierra Nevada.
Ante mí se encontraba una edificación de planta rectangular y cubierta con bóveda de medio cañón, una construcción con mampostería de lajas de piedra y mortero de cal y arena. El sistema de cubierta no es abovedado con dovelas y disposición radial, sino fabricada “en masa”, con aproximación de hiladas de piedras y mortero hacia la línea de clave.
La ausencia de puerta en su parte frontal, invitaba a entrar, pero la oscuridad impenetrable que impedía ver su interior, irremediablemente te hacía pensar en los pros y los contras. La inquietud y el interés por conocer más, ganaron la pequeña batalla interior que había surgido en mí… Eché mano a la mochila y saqué mi inseparable linterna, aquella que en tantas aventuras me había acompañado, mi pierna cruzó el umbral de aquella misteriosa construcción, al mismo tiempo que mi mirada se dirigía hacia la parte superior, fijándose en un gran sillar de caliza gris que hacía las veces de dintel. Tengo que confesar, que por momentos pensé que el gran dintel se desprendería, dejándome atrapado en aquel recóndito lugar.
Una vez dentro, me di cuenta que aquella edificación se dividía en dos estancias: una planta baja y una cámara superior, la cual deduce que serviría de dormitorio. Al fondo está la cocina, construida en piedra y en su parte central una gran chimenea que calentarla el refugio y alimentaba las hornillas de aquella atípica construcción.
Dentro del refugio
Me quedé un tiempo allí dentro, pensado cómo sería la vida de aquellos hombres en tan singular lugar. De repente una sensación extraña empezó a apoderarse de mí, sentía que algo no iba bien, algo dentro de mí me decía que me marcharse de aquel lugar, entonces mi mirada se dirigió hacia el suelo de aquel refugio y observé que justo de una de las piezas de la solería, sobresalía lo que parecía un hueso humano. Aparté con cuidado la pieza suelta de solería y aquel hueso se dejó ver en toda su generosidad… Alguna vez que otra, en mis rutas por las Tierras de Antequera, me había encontrado animales muertos y llega un momento en el que sabes perfectamente que ese hueso no es de ningún animal y entonces es cuando recuerdas con toda claridad las clases de anatomía que estudiaba en el instituto.
Mis pasos automáticamente se dirigieron hacia atrás, saliendo casi involuntariamente de aquel refugio perdido y olvidado. Pasaron algunas semanas hasta que volví a visitar aquella extraña edificación, mientras tanto pregunté a unos y a otros por aquel refugio minero. No supieron contarme mucho más de lo que yo sabía y seguí sin saber quién lo construyó, cuánto tiempo estuvo en uso, ni el porqué de aquella forma tan atípica, tampoco conseguí saber de otro igual en toda la Comarca de Antequera. Pero sí me contaron una historia. Cuando el refugio minero se abandonó, el guarda de Guerrero juntó a su mujer y sus siete hijos se desplazaron a vivir en él, allí criaron a sus hijos e hicieron vida hasta que fueron mayores y se mudaron a una casa en Antequera.
También me contaron que en la parte de atrás del refugio existe una sima a ras del terreno, cuya entrada es estrecha, pero que unas piedras superpuestas hacen las veces de escalera natural para poder bajar y subir. Dicha sima se ensancha en su interior y aquella familia la utilizaba a modo de fresquera y almacén.
Posteriormente parece ser que vivió una persona mayor entre sus paredes, a finales de la década de los setenta y que se ganaba la vida vendiendo a lomos de una mula, cal por los cortijos y casas cercanas.
Tardé en volver a visitar el refugio minero, quizá por la inquietud que en mí despertaba, pero sea como sea, tengo que admitir que estamos ante otro misterio más de nuestra Antequera, otra singularidad más a proteger y conservar, otro vestigio de nuestra rica historia. Quizá a muchos les parecerá una locura pedir protección para esta ruina, pero a mí, no. Forma parte de nuestro pasado y debería ser rehabilitada y puesta en valor.
¿Os imagináis un sendero, una ruta verde por los montes de Guerrero, visitando las localizaciones de las minas, los lagos de las Angosturas, la necrópolis, los silos, la torreta de vigilancia con sus vistas y por último el refugio minero?
Creando un área de la naturaleza en el entorno del refugio citado en este artículo, para compatibilizar la conservación con el uso y disfrute por parte los ciudadanos de los valores naturales y la protección de la vida silvestre de los montes de Guerrero y El Romeral.