Lo escribió Cervantes hará cuatro siglos: Llegan a un pueblo dos pícaros con una especie de guiñol mágico de donde habrían de ver salir maravillas… sólo los espectadores que no fueran judíos ni bastardos.
Y, naturalmente, todos dicen ver lo que no hay, porque en el barroco cegaban la honra y la limpieza de sangre. Pero, el timo es tan viejo como el mundo, porque siempre ha habido un listo, llámese como quiera, capaz de amañar identidades grupales y el sentido gregario de la pertenencia. Lo peor es quedarse fuera –“señalarse”, se decía por aquí– como ese catalán de apellidos charnegos, que el otro día retiraba de su bar los lazos amarillos, ante el griterío de los que lo insultaban llamándole “marrano”. Precisamente, el término despectivo para referirse a los judíos desde la edad media. Nada hay nuevo bajo el sol.
Por eso (¡a buenas horas, mangas verdes!), después de tantas campañas de analfabetización (sic) y tanta desidia, empiezan a oírse voces en defensa de la verdad histórica de esta tierra que hace medio siglo mandó la izquierda que llamáramos “el Estado”; o, como mucho, “este país” (todavía lejos de “la puta España” del gracioso de hoy). Y, desde luego, de la salud moral del personal, que debe estar dispuesto a llamar al pan, pan; al vino, vino. Y, a la Transición, Transición.
Muy de agradecer las voces de esa profesora que el otro día, en el MVCA, glosó con entusiasmo a Cervantes, que era un tío; o, de Boadella, o de José A. Marina (anoche en la tele). Hay que reeducar en García de Cortázar, en Elvira Roca, y en cualquiera otro que muestre que, si España llegó a ser el culo del mundo… fue mayormente en las leyendas negras.