Creo que si el doctor Hannibal Lecter existiese y hubiese estado encarcelado en España, hoy gracias a la derogación de la doctrina Parot sería libre. La agente del FBI, Clarice Starline, confesaba al doctor Lecter no dejar de oír los gritos del sacrificio de los corderos de la granja de Montana de la que escapó de niña. Desde hace unas semanas, los familiares, los amigos y en gran parte, la sociedad española oyen los gritos de otros corderos… de las víctimas. Asesinos, violadores… salen de sus cárceles sin cumplir el resto de sus penas, para de nuevo confundirse entre la sociedad. Una sociedad hipócrita, violenta… un hábitat que no les es desconocido a tal calaña.
Hoy, tras andar tímidamente el pasillo sombrío del sótano del penal, me sitúo delante de la celda encristalada. El doctor H. L . me observa sin parpadear. Su mirada no hiela mis pensamientos. Él, lo sabe. – ¿Los oyes, Salva?, ¿los chillidos de los corderos? –me pregunta pausadamente, siempre directo a mi consciente y corazón.
– Constantemente, doctor –le respondo. El doctor se acerca al cristal que nos separa, se detiene a escasos centímetros de mi persona. Nos separa una gruesa pared de cristal, pero a pesar de ello, siento su calor, su respiración sobre mi ser. – No dejarán de chillar, Salva. Son el pálpito de tu conciencia ante una sociedad enferma que comienza a fundirse poco a poco con el cristal y barrotes de esta celda. –Pensativo, decido marchar. Dejo al doctor.
En mi recorrido, comienzo a pasear por delante de algunas mentes criminales, separadas de mí, a escasos centímetros, por unos barrotes. Quizá mañana algunos de ellos estén a la misma distancia en un parque, al cruzar una calle, en una panadería… Aquel pensamiento sí heló mi ser. Mis pasos se alejaban del doctor H. L. Su mirada inalterada, húmeda y perdida hizo brotar de sus labios, a modo de susurro… –Summun ius, summa iniuria–, para después sellar en una leve mueca, cerrando los ojos y respirando profundamente mientras se adentra en la penumbra de la celda.