Cada vez que un científico de la talla de S. Hawking hace unas declaraciones que pueden parecer ateas, multiplica la venta de sus libros y consigue poner nerviosa a la parroquia. Pero los que responden a la provocación, se equivocan si creen más urgente la defensa del nombre de Dios, que mantener limpias sus huellas.
Me explico: los creyentes de estos últimos siglos, ya ni se percatan de hasta qué punto la Ciencia nos ha tomado el pelo so pretexto de librar al mundo del error y la superstición. Porque el proyecto ilustrado fue planteado así: La Humanidad padece el cáncer de la ignorancia; pongámosle los sueros de la Razón, que se van a enterar.
Y, como era de esperar, junto con las células malignas del error, se han cargado el tejido vivo de lo sagrado. Y así, al apropiarse la Ciencia el monopolio de lo explicable, y situar la Fe en el rincón de lo in-creíble, creció en medio un «desierto gris cerrado para el ansia» (Juan R. Jiménez) sin la más mínima huella de misterio. O, dicho mal y pronto, se nos echó encima el tiempo de la malafollá (ojo: la palabra viene de fuelle, de cuando en las cuevas del Sacromonte había gitanos herreros. Malafollá era el aprendiz que no movía el fuelle en condiciones).
Por poner un ejemplo: estamos tan faltos de fuelle, que cuando la hermosura pasa por la calle –»dando ocasión para que todos alabasen a Dios en ella» (Cervantes)– al personal ya no le parece que el espectáculo pueda tener algo que ver con lo divino. Eso, o pasar la mano por la cabeza a un nieto (o en su defecto a un perro) son formas de comulgar con vida. Y la vida tan unida está con el misterio «como el fuego con su aire» (J.R.J.).
Pues eso es lo que estamos viendo amenazado, el territorio del ansia.
(Continuará)