Me recuerdo, delante de David, en la Plaza de la Señoría, el Palazzo Vecchio. Florencia.
Quieta, muda, ante aquella maravilla de piedra. Ante aquel bloque de mármol que las manos y la mente de Miguel Ángel habían tocado con el cincel de la vida. Eran las 10 de la mañana de 2008, así que estaba ante la autántica obra de Miguel Ángel, ante la escultura considerada como la más importante de todos los tiempos por expertos entendidos en escultura y arte.
Un bloque de mármol de una sola pieza conocido como, el gigante y al que unos cuantos de escultores habían dañado. Unos 5 metros de altura y 5.572 kilogramos de peso. Todo un desafío marmóreo que llegó de Carrara a través del agua.
Y así se mezclaron David y Goliat, Médici y Buonarroti, poder, dinero e inteligencia hábil y sublime. El escultor frente al gigante herido. Dos años tardó en darle vida. Miguel Ángel creía que dentro de un bloque de mármol había siempre un alma, una vida que alumbrar y eso hizo.
Cinceló y diseñó, para que pudiera ser contemplado desde cualquier ángulo de su perímetro.
Herido está ahora en una época en que se habla de todo pero se olvidan vidas y maravillas del mundo.
Un tobillo que se queja con el sonido quebrado de la piedra, con el llanto silencioso de los años que pasan.
Flexionada una rodilla para darle un aspecto de movimiento eterno, esquiva fisuras de vida y heridas de batallas renacentistas que se dibujan en el torso.
Bello David, al aire libre. Ahora dentro, resguardado del viento, de la lluvia, pero no de las miradas admirativas de ojos curiosos, que quieren atrapar la perfección de sus facciones, la apostura no efímera de su mirada vuelta hacia el mundo y hacia el enemigo. Tensión contenida.
Estoy segura que en un momento de soledad también Miguel Ángel le dijo: “Habla”.
Aquí, ahora, estamos como pequeños David en lucha continua contra la tiranía de los goliat.
Aún así siempre preferí ser un David sagaz, que un obtuso Goliat.