Hay palabras que no tiene explicación en los sentimientos en las percepciones lumínicas, en los atardeceres silenciosos o en los mensajes de WhatsApp. Hay palabras que se nos antojan huidizas y se esconden en los lugares secretos, de los callejones secretos del lenguaje.
Decía Neruda que las palabras tienen alas o no las tienen. Parece ser que la Real Academia si te explica, te da significado formal a todas las que ellos creen conformes. Pero, ¿qué ocurre con las palabras que no tiene nada que ver con el lenguaje conocido? Se quedan adheridas al papel como ese polvo pegajoso y en segundos desencantado que habita en los pliegos viejos o en el instante de un rayo de luz sobre la superficie barnizada de una mesa. Hay palabras que fugitivas se exilan para no perder su esencia, su autenticidad, su idea, su concavidad corporal que nada nombra y todo lo intuye todo lo que descubre en la faz de esta tierra que quiere ser nombrado o innombrable.
El símbolo de la belleza puede tener el nombre salado del mar los ojos azules de una Virgen, las sienes taladradas de espinas del Rescatado en cuya talla se comprende mejor el significado de la palabra sufrir o esperar o rezar o tal vez convicción.
Vacío y desolación hechos de un alfabeto extraño de un idioma ajeno que no parece tocarnos los bordes de nuestra piel. Hay filósofos de las palabras que se aíslan en sus torres de marfil o se encadena en las mazmorras de los desafíos lingüísticos la espera de una libertad que ellos mismos nos se conceden. Sin embrago las palabras son libres y descubren pensamientos que cobran cuerpo en el exterior de sí mismas. Es así como hilvanan versos Valente o de Hölderling, cuando vagaba por las estrofas de Grecia en un canto clásico. Ni desinterés ni pasividad. “Tanto vale el hombre y tanto vale el esplendor de la vida”.