“La felicidad es una forma de resistir”.
(Almudena Grandes)
El día andaba ventoso. Se cruzan jardines tapizados de hojas resecas, crujen bajo las pisadas rápidas e intensas de mis deportivas negras. Batir el récord del mes en mis suelas, en mi mente, en los bolsillos ligeros de equipaje, bueno sólo el móvil con la aplicación que me marca tiempos, intensidad de marcha, kilómetros, calorías, pulsaciones. En realidad solo me importan las distancias y en ciudad, los semáforos detienen un poco el ritmo. Una rama se quiebra sobre mi cabeza, por poco ¡uff! pero, sabía ella o el espacio–tiempo, o mi ángel de la guarda, me libran del coletazo que no del susto.
En ese instante, siento en mi interior que alguna voz se apaga, que una pluma importante deja de escribir y me detengo en seco delante de una palmera de cáñamo. Miro la pantalla del móvil que como loca pierde la conexión y me muestra su rostro sonriente, el de Almudena. Ella, Almudena Grandes vestida de rojo y negro sentada en un sofá de relajados puntos y comas o puntos y aparte, quien sabe. Bajo su nombre la triste noticia de su muerte.
Sigo caminando con más fuerza que el aire peleón que agita mi pelo sin respetar las fronteras de mi nuca. Las luces y las sombras no me dejan avanzar. Recuerdo.
Conocí a Almudena Grandes y a Luis Montero en un congreso en Baeza, cuando se gestaba el CAL y yo iba en representación de Málaga como autora infantil juvenil e investigadora. Yo llegué con mi Caja de Palabras Mágicas bajo el brazo, ella Almudena, con premios importantes en un enorme bolso de viaje. Esa grandeza residía especialmente en su afabilidad y su fantástico carácter vitalista, alegre, comprometido con aquello de ser mujer.
Pasamos unos días extraordinarios compartiendo palabras escritas y habladas. No necesito música para escribir de ella, no necesito claveles rojos para recordarla, no necesito portadas o contraportadas para seguir oyéndola. Si Malena es un nombre de tango, Almudena es un nombre de mujer, de narradora fundamental de las letras españolas.