Está sola en la calle que se convierte en cuesta a medida que van pasando las horas. Sólo la acompañaba un sauce que llora su irrealidad sobre el muro de la fachada que apunta desconchones de años y pintadas sutiles con mensajes fantasmas. Hecha del mismo material por dentro y por fuera, de las mismas medidas, de la misma forma solo guarda las apariencias ante el visitante que pasa.
Un ligero temblor descubre que sus espacios nos son iguales que esa puerta es la entrada a un mundo diferente por dentro y muy distinto por fuera. ¿Pero quién conoce lo que habita de un lado o de otro? Sólo se intuye unas marcadas diferencias entre el haz y el envés de la hoja. Si te acercas a ella oyes de todo al otro lado.
Llantos de desesperación o desencanto, pesados días de encierro domiciliario, respiraciones entrecortadas por mascarillas FFP2, olas numeradas del uno al cuatro. Penosas tareas de relevos judiciales o políticos, desorden, cajas vacías que esperan vacunas que no llegan, palos en las ruedas, rastreadores encadenados por un virus, países que celebran o lloran el mayor o menor número de fallecidos y encienden una luz que el viento del desánimo apaga. Sonido de monotonía cenicienta. Colas del hambre.
Tal vez sea un cuadro que no tiene marco y enseña un lado engañoso de la vida. Descubrir, tocar. Se evidencia una rendija partida en ese lugar en el que antes había una partícula de censura empolvada con tonalidad de otros tiempos.
¿Hay un secreto tras la puerta como el de aquel film magnífico de Fritz Lang? Drama sicológico. No hay milagros ni siquiera en Texas en donde sus líderes piden al pueblo que naden o que se ahoguen.
Espaciada y boba una luciérnaga va sucediéndose a sí misma, así lo diría Pessoa en su libro del desasosiego. La puerta se abre sola y deja pasar un atisbo de luz. La llama de una pequeña vela que señala con paso lento, el camino en el que no se permite cometer los mismos errores del pasado.