Una y otra vez. Se encienden se apagan. Aparecen ángeles alados en el centro de un cielo nublado a veces despejado, otras no. La luz. Esta noche en que las estrellas se debaten entre lo mundano y lo celestial entre acompañar en su soledad el negro de la vespertina luz o perderse en la inmensidad del agua que susurra en la bahía.
Cuantas cosas nos dejamos en el tintero a lo largo de nuestra vida, cuantas palabras se desvanecen en los senderos del corazón sin ver la luz en los ojos que nos rodean. Podríamos pasar horas que no son horas, días que no son días, multiplicando estas sensaciones sin descubrir el secreto de la luz el alma, del destello especial de los sentimientos que atraviesan recias paredes y que sin embrago se acobardan ante frágiles velos de tul.
El aquí y ahora pude cambiar en un instante que para muchos son años, para otros minutos pero que, en realidad, son como un liviano polvo más imaginado que vivido. Luz de descubrimiento. De nuevo ese resplandor de las luces que siempre brillaron, de esas ilusiones que no llegan o de aquellas que no se esperaban y se elevan como abanderadas de nuestras vidas haciendo que cambiemos nuestro rumbo casi sin darnos cuenta, de manera sutil y a veces estrafalaria. No pasa nada. El parpadeo azul en un balcón enganchado se resiste a medir sus luminarias con el de la ventana que, casi espasmódico, hace cabriolas luminosas entre las rejas desconchadas por el tiempo.
Pasan generaciones de luceros, de destellos, de suspiros cableados sobre árboles de Navidad que guardan secretos amables, lágrimas de ausencias, abrazos cálidos, besos nunca recibidos, recuerdos que nunca se completan, latidos de corazones que no son correspondidos. Luces enfáticas que reviven cuando un clic se pone en marcha, cuando miles de pantallas de móviles captan el momento sin conocer la verdad de todo este entramado. Luces calladas en la inmensidad de la noche.