Os hablaré de una mujer que conocí de lejos. Estoy segura que ella desde su infancia miraba el mundo con visión diurna y nocturna, especialmente nocturna. Sus ojos de avezada jugadora de la vida, le conferían una mirada rota, lenta, solemne, especialmente marcada por trazos singulares de Eyeliner, sombra de negrura indefinida y pestañas que añadidas a las suyas, creaban el marco perfecto para sus ojos de un color ilimitado y ausente. Las pupilas escrutadoras de todo aquello que ve y que oye, porque ella concentra sus sentidos en el de la vista.
Me dijeron, cuentan, que el río de la vida le puso nombre de mujer de otros tiempos y solo en eso se sentía difusa. Ella era conocida por sus sombreros playeros, los vestía siempre que se acercaba a la arena e incluso en aquellos enérgicos paseos en los que giraba bailarina a la luz de la luna. Los coleccionaba de todo tipo, de todos los colores aunque era un secreto a voces que su favorito era el de tejido azul turquesa. Lo que no sabían los otros habitantes que se cruzaba con ella en las orillas acuosas, era que este lo compró al pie del Sacré Coeur en un día de lluvia y sol en que París olía a la época dorada de los salones barrocos.
Pero el más exótico era uno de cowboy, pero este solo se lo ponía para atravesar las praderas de los sueños que estaban llenos de desiertos y naturaleza salvaje.
Se adentraba con aquellos tocados en atmósferas urbanas y comerciales sin importarle las miradas porque ella había desterrado desde hacía mucho el tiempo el qué dirán. Un día, como un sueño o alucinación, su rostro se cubrió de pronto con una mascarilla azulada. Habían dado las doce en el reloj de Cenicienta y ella, como Kerouac compuso una nueva imagen de sí misma indisciplinada y pura.