Parece que el telón se abre de nuevo para acoger todas las lágrimas y las risas. El texto en verso o en prosa por delante el abismo o la redención. Lo interesante e importante es que siempre haya un telón que se levante para que los que habitamos el mundo real veamos sobre el escenario los gestos, el maquillaje exiliado en madrugadas oscuras o atardeceres silenciosos mezclados con ruidos de claxon y con aquello que somos o deseamos ser.
Así, encadenados, caminan los Augurios y La isla del aire, mientras esperamos con verdadero placer al tercer personaje el que cuenta que No amanece en Génova porque no hay una coreografía definida y los límites de la naturaleza humana son un grito de vida o muerte de poder y gloria. Parece mentira que nos guste tanto a los humanos estas representaciones en las que un Romeo o una Julieta nos descubran para qué sirve un balcón apoyado en los altos de un jardín que llora su desventura y nos hagamos cómplices del latir de sus corazones que fueron escritos en papel.
Se recaudan aplausos para devolverlo abrazados en arte sin recámara de bambalinas. Y aunque todo esto nos fascina no huy luego mucho espectador sentado en las butacas. Vacías se ven algunas en este ensayo de un microteatro que lleno de filosofía de vida nos regala un tiempo de escena. La inteligencia de Alejandro Simón Partal o Virginia Rota o la actuación magistral de Blanca Portillo y su Mrs. Dalloway en la que Virginia Woolf hace un derroche de ingenio sin que nadie sienta temor por ello o la cuestione.
Personaje de fuerza extraordinaria que habita en una mujer normal que descubre durante un día lo que es el vacío existencial de su vida. Así que de vez en cuando seamos osados y entremos en estas salas para abrir el teatro del mundo y descubrir que hay vida en otros lugares aparte del sofá y la televisión.