Los comentarios a la muerte del poeta Leopoldo Mª. Panero han llamado la atención sobre la coherencia de la obra con el autor y su circunstancia. Nadie como él “se condenó a sí mismo al infierno de ser absolutamente fiel a lo que maldecía (…y) al soberbio dolor de ser locamente lúcido”, resume un amigo de juventud. Pero, aparte ciertos tópicos sobre el malditismo (¿pose o, no?) y la autodestrucción (las fotos son elocuentes), poco se ha dicho de las fuentes de esa lucidez y de ese infierno.
Alguien que escribe: “el no ser es un tesoro”, se prescribe cierta lógica autodestructiva: “Está claro –dice Edith Stein, ya cristiana– que si en el lugar de la gloria se coloca el no-ser, el lugar de la vida pasa a ser ocupado por un resuelto adelantarse hacia el no-ser”. Con lo cual, “sin tener que esperar al morir –sigue la filósofa– ser “auténtico” no significa ser más pleno, sino más vacío”. Tanto más vacío cuanto más lúcido explorador de sí mismo. Esa autenticidad (su honradez soberbia), le exige fidelidad a esa otra locura…que no es de las que se curan en el manicomio, pero se alivia al ser dicha en sus versos. “Escribir como escupir” titula uno de sus libros, donde echa fuera lo que tiene dentro.
Y, lo que tiene dentro, es el vacío esencial de un modelo de hombre que ha perdido de vista la maravillosa coherencia que antes se percibía, sin problemas, entre “la serie de las palabras y el orden dormido de las cosas”. En cambio, ahora: “el orden, a partir del cual pensamos, no tiene el mismo modo de ser” (M. Foucault, “Las palabras y las cosas”). Y eso rompe con la metáfora de un microcosmos y un macrocosmos que se leían como un libro que, aunque con renglones torcidos, ha sido escrito por Dios.
El poeta loco, como el pintor surrealista, se ven en la obligación de… “desacreditar la realidad” (Dalí) porque sólo con la pérdida del “sentido” (Dios) puede tener el hombre –dicen– la última palabra. Aunque el precio (y el desprecio) sea de locos. Descanse en paz.