La imagen que me devuelve el espejo es satisfactoria y eso que son las ocho de la mañana. Esta noche lo último que vea será también mi rostro, en esa misma superficie cuando me pase el desmaquillador y me ponga el uniforme de noche, es decir, el pijama.
Seguramente en el fondo de mis ojos o de mi mente conservaré los últimos destellos de la pantalla de la televisión a la que he engañado con el vídeo de una de mis películas favoritas, visionada una y más veces.
Pero hay imágenes que van más allá del universo neuronal y rompen el silencio con voces singulares como la de los Bee Gees. Ellos se van, y vuelven las partituras cargadas de música, siempre a mi lado, delante, en el costado, sobre mis hombros, convirtiendo mis pies en aladas superficies danzantes. Juego de notas imposibles con letras que me piden que no llore, pero que consiguen que lo haga.
«Corre hacia mí siempre que estés sola». Que sabiduría tan fantástica la de la música que percibe el alcance de lo imposible y me llena de fuego, de luz, de agua, de sentimientos, de fuerza.
Escribo y me acompañan. Mi jornada laboral empieza. Y ellos dirigen mi teclado hacia zonas cargadas de adrenalina, de fuego cruzado, de desobediencia, de realidad desolada, de libertad respondona. Inteligencia emocional en estado puro que me levanta de mi sillón y me pone en un espacio lúcido de contradicciones.
Recuerdo que tengo que escribir sobre dictaduras y esposas de dictaduras de cuello sirio, de jirafa.
Cambio de son. Surge Donna Summer bostoniana con aspecto de chica mala, vestida para matar las malas conciencias. Se llenan mis venas de silencios táctiles que queman.
No tengo escapatoria. Entre falsete y rock sicodélico, me olvido de escribir sobre las mujeres tóxicas. Lo haré más tarde o nunca.
¿Qué hicieron ellas con su voz para merecer un lugar entre líneas? Nada.