Nos reunimos los amigos en casa de… digamos de Juan, delante de un perol cordobés que rebosaba de arroz con verduras y pollo, que olía a las mil maravillas y que había sido guisado por él. Las cervezas frías esperaban impacientes a los comensales como queriendo ser testigos de nuestra conversación. En algunos momentos entre bocado y bocado, se manifestaban elogios hacia nuestro querido cocinero, pero seguíamos comiendo con gusto, porque ya se sabe que no se debe hablar con la boca llena. La tarde en la terraza se planteaba amena, amigable, cercana. Habíamos amontonado muchos temas de charla a lo largo del verano y especialmente a lo largo de estos últimos años de pandemia que no nos dejaron vernos tanto como deseábamos.
Los viajes que habíamos dejado en el tintero, salieron cuando los postres llegaron. El tiempo no había borrado las ganas de llevarlos a cabo. Así que traspasamos las fronteras del azúcar, las cucharillas y el café intenso, para viajar en sueños hacia nuestros deseos viajeros que sentían un vacío en los pasaportes y en las maletas. Y he aquí que, a alguno de nosotros se le ocurrió mencionar Moscú, y los otros se llevaron las manos libres a la cabeza recriminando ese viaje que les resultaba peligroso en estos momentos. Disparidad de pareceres mojados en chupitos sin alcohol de licor de manzana y empapados en servilletas de papel de colores y risas de amistad forjada con los años.
Recordé en aquel instante la película ¡Que vienen los rusos! Comedia basada en la novela de Nathaniel Benchley e interpretada de manera fantástica por Alan Arkin que emergía por las costas de Nueva Inglaterra en un submarino soviético. Por cierto el actor estuvo nominado a Los Globos de Oro, a los premios Bafta y al Oscar por su trabajo de ruso en este film. Bueno como hubo copa de champán llegamos al acuerdo de que buscaríamos otros países a los que viajar y otras ciudades que visitar tal vez Italia y su nuevo lío político. No, mejor no. ¡Cheers!