Todos los septiembres tienen su comienzo de curso. Los árboles lo saben, son muy inteligentes y agitan sus ramas con la mínima brisa de la mañana reciente. Baberos de colores, lapiceros a rayas, lágrimas pequeñas al entrar en las clases, libros que huelen a tinta, a cosas que estudiar, a complejos números que comprender. Gomas de borrar que dejan huella en los estuches. Mochilas con dibujos queridos, o imágenes nuevas, que guardan secretos de otros cursos, de otros años, o del hermano mayor que ya no la usa. Libretas en las que escribir historias o palabras con sonidos especiales. Cuadros, rayas, líneas horizontales y verticales entre las que se despliega una vida.
Sandalias que corren en los pies de chiquillos ruidosos llenas aún de olor a orillas, a mar, a arena, a castillos, a flotadores a risas despreocupadas en medio de océanos de pasillos, escaleras o aulas. No se presiente el frío por estas latitudes pero asoman los anuncios de chubasqueros y calcetines, de abrigos y anoraks. Historias que se cuentan a pie de patio de recreo. Amigos que se encuentran, destellos fantásticos en los balones de fútbol, en alguna muñeca del último cumpleaños.
Meriendas en bolsas azules o amarillas. Bocadillos con sabores salados, dulces. Zumos de matices, de sabores a piña a melocotón a uva…Batidos de chocolate que resbalan traviesos por los uniformes recién estrenados, por las manos que se vuelven pegajosas. Fuentes con agua. Aún hace calor. Alguna mano traviesa que espurrea a los compañeros. Jugar, jugar, que ya mismo suena el timbre de vuelta a clase.
Lejos queda la playa. Aquí solo el asfalto alquitranado. Nadie se baña a estas horas tempranas, se presiente. Tan sólo un hombre, un zahorí, busca con ayuda de un detector, los objetos de metal perdidos en algún día agradable del verano. Sonido familiar de unos lápices que caen al suelo. ¡Alegría de vuelta!
