El Evangelio del segundo Domingo de Pascua es llamado también “Domingo de la Divina Misericordia”. Fue el papa san Juan Pablo II, quien instauró este segundo domingo de Pascua como fiesta de la Divina Misericordia. Pero también el papa Francisco, desde que empezó su pontificado, ha hecho de la misericordia de Dios su mensaje “más fuerte” y una de sus ideas centrales, ya que “el rostro de Dios” es el rostro de la misericordia y que la misericordia cambia el mundo. En el domingo de la Misericordia tenemos que empezar recordando estas palabras de Jesús: No tengáis miedo, la paz esté con vosotros, Señor mío y Dios mío… Estos y otros saludos de Jesús resucitado nos invitan a vivir este tiempo pascual de manera diferente y con la alegría que nos da la noticia de su Resurrección.
Este domingo cierra la celebración del día de Pascua, la Resurrección es una noticia tan grande que su celebración no se puede encerrar un día solamente. Es verdad que el tiempo Pascual durará hasta el domingo de Pentecostés con la venida del Espíritu sobre los apóstoles, pero los ocho días después de la Resurrección tienen un significado especial, pues es como si cada uno de ellos fuera el propio día de la Resurrección. La alegría de la Pascua sustituye los lutos y morados del Viernes Santo por el color blanco, los pasos de pasión se sustituyen por las imágenes del Resucitado… pronto empezaremos a llenar nuestros campos y ermitas con las romerías. Es la Pascua de Jesús, el paso de la muerte a la vida, es el momento de la compartir la alegría de la Resurrección con los demás.
El texto del evangelio de esta segunda semana, pone la acción en el día de la Resurrección. Jesús se acerca a los discípulos. Se coloca en el centro y les enseña las manos y el costado, les desea la paz hasta tres veces, lo que nos indica la importancia que para Jesús tiene esta palabra. Los discípulos se llenan de una inmensa alegría.
En este momento se inaugura una nueva etapa: el final de la actividad de Jesús y el comienzo de los discípulos, ellos, serán sus testigos lo mismo que Él ha sido testimonio del Padre que lo envió. Lo mismo que los discípulos fueron los continuadores de la acción de Jesús, nosotros los cristianos de hoy, si nos atrevemos, tendremos que ser los que sigamos esa línea de acción. La fe en Xto. Resucitado nos une a los primeros cristianos. De la misma manera que somos los continuadores de esos primeros grupos de cristianos, que comienzan a darse a conocer y que nos describe el libro de los Hechos de los Apóstoles.
Y tenemos el ejemplo de santo Tomás, este apóstol ausente en la primera aparición, y tendría que haber creído por el testimonio de los otros discípulos. Pero sus ojos no miran con la mirada trascendente, apela a lo racional: “Si no lo veo no lo creo”, un razonamiento lógico. ¿Cuántas veces yo hago como Tomás?
Por eso, una y mil veces, gracias Tomás, por ser uno más como nosotros. Gracias por adelantarte a nuestro tiempo y sentir anticipadamente la necesidad del ver para creer de tus descendientes en la fe. En nuestra fe somos muchas veces, hijos de la duda, de la indecisión, y nos negamos a creer de verdad. En el fondo, al hombre de fe siempre le acompaña la tentación de la duda. Y Tomás tuvo la suerte de poder ver al Señor, cosa que yo no voy a poder hacer, y por la que el Señor dirá “bienaventurados los que crean sin haber visto”.
La respuesta a la duda siempre será la confianza plena, el aquí estoy sin condiciones, pero, no siempre estoy en la disposición necesaria para poder decirlo de esa manera, no siempre me atrevo a ponerme en las manos de Dios sin exigir nada. El ejemplo de Tomás no es que nos sirva a nosotros de consuelo, pero si nos sirve para identificarnos con él, reconocer nuestras tentaciones, y estos quizá sean los primeros pasos para poder superarlas. Le pedimos al Señor en este domingo, después de haber celebrado su Muerte y su Resurrección, que aumente nuestra fe, que haga de nuestra fe una fe más fuerte, más auténtica, más profunda, más comprometida. Que nos de la fuerza necesaria para reconocer nuestras carencias, nuestros errores, y nuestros fallos, para así poder decirle también como le dijo Tomás “Señor mío y Dios mío”.