Como bien indica el manual freaky, hemos acudido, quizá, a la última cita y hazaña con el doctor Jones. Allá por la década de los años 80, cuando estábamos fascinados por la odisea galáctica de Luke Skywalker, un personaje de fedora polvorienta y látigo en ristre, nos introdujo en el misterioso Egipto y así hicimos largos viajes desde el Nepal hasta el desierto de Nazca.
Indiana Jones a parte de regalarnos maravillosas horas de entretenimiento en cada una de sus películas, tenía esa cara B, de enseñarnos y descubrirnos que la historia y el arte están llenos de misterios y de aventuras fascinantes que podemos descubrir desde una simple visita a un museo, una catedral, un dolmen, o en la lectura de un libro. Y por supuesto, que debemos preservarlo. Hemos acudido a la sala de cine con la misma ilusión que hace décadas, con la sana intensión de dejarnos llevar, al igual que cuando de niños escuchábamos un cuento o una leyenda. Simplemente ello, ya ha merecido la pena.
“El Dial del destino” es un sano entretenimiento desde el primer fotograma. Vuelven los antiguos enemigos y ese humor “Indi” que se echaba de menos en “La calavera de cristal”. Persecuciones al viejo estilo, situaciones límite, descubrirnos la historia, viajar alrededor del mundo y salir huyendo o enfrentarnos a un malo malísimo. No es la película perfecta, pero no me ha importado. Y yo creo, igual a la mayoría del público.
La película perfecta se ha creado en nuestros corazones e Indiana Jones esta vez ha salido a buscarlos. Lo ha conseguido. Emocionados hemos salido del cine, escuchando los compases del maestro John Williams. Mi sonrisa de cincuenta años se ha cruzado con los ojos ilusionados y expectantes de unos niños esperando a entrar en la sala con sus padres.
Sonríen y miran a su padres con ganas de entrar. Gracias “Indi”, por tu magia. La magia eterna de cada una de tus aventuras y dejarnos cabalgar junto a ti, hacia el horizonte de nuestros sueños.