Queremos huir de la vejez y el tiempo no se detiene, no se deja comprar y, mucho menos, convertirse en nuestro aliado. Así que decidimos pararlo por medios artificiales para que el físico no vaya acorde con la edad biológica. El rostro se alisa pero se queda inexpresivo e impersonal porque aparecen muchos con igual semblante como pasados por el mismo bisturí y registrando la misma patente. Cada cual es libre de encontrar su pequeña diferencia a su manera, pero me parece que el precio es muy alto, y no me refiero en absoluto al económico, sino al de expresividad, la sonrisa, ese gesto característico que nos define, esas arrugas que comienzan a formar parte de la experiencia, que se materializan en plena madurez y se van acomodando en la senectud, son parte de la fisionomía y, qué duda cabe, de saber aceptar el paso del tiempo con dignidad.
Respeto lo que haga cada cual, y he constatado a mi alrededor pequeños retoquillos que mejoran la imagen sin quitar la luminosidad del rostro, y aunque es una tarea que exige constancia, el resultado es más normalito, apenas inapreciable. Sin embargo, la cirugía no tiene los mismos resultados, al menos los que yo he tenido ocasión de comprobar, los asemeja y pone carita de muñeca rígida, impávida, sustituyéndola por otra anterior llena de vida y alegría.
Cuando yo era pequeña, en las revistas de sociedad aparecía un especialista de famosas antiedad, creo que de origen brasileño, Ivo Pitanguy, que revolucionó la cirugía facial y quizá fuera el maestro de todo un cambio en el concepto de la eterna juventud. Pero sinceramente el aspecto externo no nos mantiene jóvenes, a lo sumo nos engaña una temporada, y además de correr el riesgo de acabar por no reconocernos ni nosotras mismas.