Se les ve felices. Van y vienen de la orilla a la toalla, de la toalla de colores o dibujos veraniegos a la ducha. Agua y más agua un poco de sol en ese ir y venir sin descanso, una pizca de crema untosa que molesta. Capa tras capa se va diluyendo en la piel infantil. Momentos en los que los chicos no saben que su memoria se convertirá en su fiel aliada, en esos recuerdos que formarán parte de sus vidas y la de sus compañeros de juegos.
Instantes en los que las palabras huyen inquietas ante el raudal de actividad y se esconden entre las piedras talladas por las olas que tampoco se detienen en su agitada tarea de erosionar y lamer las playas. Juegos y más juegos a veces inventados, otras con un balón como protagonista o como en el día de hoy, con redes que capturan medusas si se les da bien el ojeo. Risas y alegría.
De pronto una niebla entra por el faro y empieza a invadir cautelosamente la playa, la visibilidad se reduce considerablemente, apenas se dibujan las palmeras recién podadas. Las sombrillas desaparecen también como por arte de magia. Los chiringuitos quedan sumidos en la nada. Es como si hubiera dos espacios viviendo al mismo tiempo pero sin vernos, uno dentro de esta gran nube de niebla que se llama taró, fuera, en otro mundo hay también niños que no saben lo que es esta niebla, niños que no saben los que es un flotador con forma de pingüino o de flamenco rosa, ellos se mueven en los paisajes llenos de vertederos electrónicos de países africanos, asiáticos o latinos. Niños que escarban en los basureros con manos pequeñas para recoger esto o aquello. Móviles, impresoras, ordenadores, pequeños electrodomésticos, los desmantelan y recuperan piezas en medio de más de mil sustancias tóxicas. Aquí también hay risas, pero ¿a qué precio?