Está cubierto de una capa muy fina de polvo. El polvo de la guerra, la lluvia de las lágrimas. Pero él, me mira con una sonrisa pícara en el rostro.
Entre escombros, lo veo, se podía decir que feliz bajo un tímido sol, que lo mismo atardece que amanece.
No creo que este niño, Kaled, tenga más de seis años. No es su vestimenta lo que lo hace diferente, es diferente porque está en medio de la guerra de Líbano.
Viste un polo a rayas dos tallas más grandes que la suya. Las rodillas huesudas, las piernas al aire y… ¡unas enormes botas!
Sonríe y descubro que son las botas, las que abren su pequeña boca en un gesto cómplice con la cámara. La diferencia está en sus pies: no va descalzo ha encontrado entre escombros de pobreza y batalla esas enormes botas que abrigan sus pies en el invierno del mundo, de su mundo hecho trizas.
No son las botas mágicas de siete leguas con poderes para llevarlo a otro lugar en un abrir y cerrar de ojos, tampoco son las que le ha dejado el gato con botas, pues tal vez ni siquiera sepa lo que es un cuento. Tampoco son las botas de un Dartagnan aventurero y mosquetero del rey, ni las de un ogro malo y tragón que se come a los niños. A él no le hace falta un malvado gigante para vivir asustado. Ya tiene un sanguinario presidente en su país y una comunidad mundial impasible.
Sus ojos han tardado unos instantes en acostumbrarse a su riqueza y sus pies lo que tarda un coche bomba en estallar, nada, es una rutina en aquel trozo del mundo. Sirenas, ambulancias.
¡Ah! Gracias a Dios las grandes botas siguen caminando con sus pequeños pies dentro.
Kaled en este instante está a salvo. Sólo una fina capa de polvo sobre su vida.