Cuando el camarero te dice: “esto está pagado”, señalando a un amigo que te saluda del otro extremo de la barra, lo último que se te ocurre es hacerle un feo rechazando la invitación: Le das las gracias y bebes a su salud. Sin problemas.
Pues, nada: Ahí tienen a Don Amancio Ortega poniendo trescientos veinte millones sobre la mesa (de operaciones); y, los muy dignos, le dicen que ni hablar, que les causa sonrojo ¿Cómo se puede ser tan “malaje” para chafarle al rumboso la alegría de dar? ¿Y, a ti qué más te da?
Los guardianes de la ortodoxia no podrían entender el lado más liberal de Cristo cuando paga lo mismo al que lleva un rato, que al que estuvo todo el día trabajando en la viña (Mt. 20, 15): “¿…vas tú a ver con malos ojos el que yo sea bueno?” replica el dueño, al que protesta… con razón. Porque, eso es lo malo, la puñetera razón de “El racionalismo como ideología” (L. Kolakowski), que olvida que esa lógica –la racional– es adecuada para la investigación, pero te convierte en un talibán irresponsable, si no la moderan las razones del corazón.
Los dogmáticos de la Sanidad Pública repetirán a Ortega que no es no, porque “para su eficacia las ideologías tienen necesidad de la estabilidad de ciertos lemas”; tanto como el dogmático, de “reglas prefabricadas” para saber con seguridad que está sin sentimiento de culpa. Con la iglesia hemos topado: Vaya unos singracias. Les recomiendo vivamente “Ética sin código”, del mismo autor.
Los coros que, de Lucena y Antequera, fueron hace poco a cantar en N.Y. lo hicieron en una sala (David Geffen Hall) rebautizada con el nombre del mecenas que había puesto cien millones para la Filarmónica y, a nadie se le caían los anillos. Porque, parece ser, todo lo que viene conviene y, a nadie le amarga un dulce. Menos aquí, vaya un plan.
