El domingo pasado, precisamente el día de la mujer, se leía en las iglesias el texto del decálogo (Ex. 20, 1-17) cuyo último mandamiento dice así: “No codiciarás los bienes de tu prójimo: ni su mujer, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él”.
Ni queriendo se hubieran encontrado para el mismo día dos mensajes en contraste más chirriante: el discurso feminista de la calle buscando la equiparación, y un texto del tiempo de las pirámides que, entre otras cosas, defendía la propiedad legal sobre la mujer.
Y a uno le daban las siete cosas al pensar lo mal que lo tienen aún las pobres criaturas que, tres mil quinientos años después de los patriarcas, siguen siendo tratadas como ganado por talibanes imbéciles.
No hay imagen más sucia que la de un tropel de mujeres, tapadas hasta los ojos, a las que un policía afgano o paquistaní mantiene a raya a varazo limpio.
Y vamos a tener para rato esos barbudos subnormales, porque es exactamente ahí donde ven en riesgo su poder. Para su buena vida, naturalmente. Así que, en ese terreno, ni un paso atrás. Si les estorban los budas gigantes de Bamiyán o los leones alados de Nínive, qué pensarán del Adán y Eva de Durero, por ejemplo.
Pero el machismo cerril y el feminismo justiciero tienen algo en común: que abordan el tema desde un extremo. Ellos se lo pierden.
Por eso, un servidor, siempre que viene a cuento, propone abrir la perspectiva con un par de pasajes musicales. Mira en Google un fragmento de Mozart (“soave sia il vento”) o de Haydn (“dúo de Adán y Eva”). Con eso basta; saldrá de tu ordenador la expresión humana más conmovedora que ha sabido captar la obra del artista: hombre y mujer unidos en la belleza de la diferencia. Lo más hermoso de la Creación.