La masa informe de cartones, mantas viejas y edredones hechos trizas, comenzó a moverse no habían dado las 10 de la mañana. Intuí un cuerpo allí debajo. El jardín bajo mi ventana había cambiado de decoración, aquello no me lo esperaba. Salí a la terraza para tener más campo de visión y miré al cielo, se veía un día normal, un tanto gris. Estaba el día dudoso ¿irse o quedarse? Sin atisbo de tormenta de agua, sin lluvia a la vista, tal vez con pocas esperanzas para el extraño que pasaba la noche sobre hierba.
Me sentí como James Stewart en La ventana indiscreta, pero es que estaba un tanto atónita por lo que estaba viendo. La gente caminaba al lado de los jardines miraban y seguían su marcha, tal vez con la duda de preguntar o esperaban a que aquel hombre que se desperezaba como si esperase la bandeja del desayuno en un hotel de cinco estrellas, les pidiera una taza de café. Nada estaba de acuerdo con la estética matutina.
El montón de ropa que había en el jardín de la calle se había convertido en breves minutos en un hombre, en un hombre joven. Se calzó las deportivas que había dejado fuera de aquella improvisada tienda de campaña, salió de debajo de aquel camuflaje que le había servido para dormir, lo enrolló rápidamente ocultándolo bajo de las selváticas plantas.
Allí había dos historias, la que veíamos los transeúntes de la vida y la real que sólo el hombre de negro conocía. No había equivalencias con la vida usual de cada hogar que se abría a la mañana. El espacio se volvió de repente en algo en el que el tiempo no se había detenido. Mi yo espontáneo me hizo bajar hasta la calle, peatonal o no, era la calle, y miré ese fajo de ropas usadas y maltrechas. El hombre que vestía de negro se había mimetizado con la ciudad. Su hogar estaba muy lejos de lo que nuestra mente puede crear, tal vez ni lo hubiera. Las palmeras esperaban la lluvia, pero el hombre de negro no volvió.