La madre dolorosa atiende a los periodistas desde el sofá de su casa, pero lo que preside la escena es el retrato de su hija suspendida en el tiempo. Hace ya dos años y, ni aún ahora, pueden comenzar a dar a ese pasado por piadosamente ido. Literalmente, un tiempo muerto donde no cabe duelo, ni descanso, mientras no estén aquellos en la cárcel para los restos, y los restos de la pobre Marta tengan una tumba.
Donde esté el cadáver, lo saben los canallas que, convenientemente asesorados, administran el silencio a su favor. Pero, mientras callen, tampoco para ellos cabe posibilidad alguna de redimirse. Y es bastante espantoso que, al negar a los padres cerrar el duelo, se impiden a sí mismos dar un pequeño paso hacia la dignidad y… el perdón.
Vivimos unos tiempos chungos en que a confesar y echar a lo hecho pecho, se le llama «derrumbarse» o ablandarse. Y se pondera como fortaleza de carácter, la frialdad mortal con que estos individuos mienten y marean la perdiz, manteniendo el tipo para acortar la condena. Triste manera de vivir si hay que hacerlo a costa de lo que sea.
La salud moral de un país está por los suelos cuando los padres tapan cualquier travesura infantil con este mensaje: «no digas que has sido tú». Lo que sale de ahí son carcaños y cucos irresponsables que, si además andan con alcohol y drogas, a cualquier herida en su narcisismo (un beso negado) responden como demonios.
Dice la gente: «¡qué vida esta!». Pues es la que hay.