Llegan los días previos a la Epifanía del Señor, el Día de los Reyes Magos, y todos nos convertimos más buena gente, más inocentes, como si tuviéramos el don de la infancia.
Te vienen los recuerdos de pequeño, en el temor del Rey Mago que te miró encima de una carroza por la hoy Carrera de Madre Carmen. El timbre de la puerta, señal que venían tus padrinos y si no dormías, los pajes no te traerían los regalos que habías perdido. O el cariño con el que tu madre te tapaba con la sábana.
Luego vas pidiendo más y más, y comienzas a ayudarles a sus Majestades a hacer realidad esa larga carta, cada vez más exigente, y menos infantil. Y te conviertes en paje, ayudante del Rey, y te toca el turno para crear esa ilusión en los que vienen por detrás.
Y siguen pasando los años, y ya dejas de querer lo que no tienes, y pides tener lo que quieres por siempre jamás. Y vienen nuevos sueños, que ojalá vengan como regalos. Y te das cuenta que lo importante no es que te traigan cosas materiales, sino amor, felicidad, confianza, compromiso, familiaridad, respeto… Valores, sentimiento, virtudes que hoy destacan por su ausencia.
Hay quienes no creen en los Reyes Magos, y a veces lo dudas y lo respaldas. Quizá porque esperamos más el gran regalo, al gesto, la compañía, la conversación, el saber que tienes a alguien a tu lado, como siempre. Pero te toca escribir la carta, y ya no sueñas con el AT-AT de Star Wars, sueñas con lo que quieres, lo que no tienes en parte, lo que deseas sentir, que no cuesta nada tenerlo, pero ¡lo que cuesta poder conseguirlo!
Ojalá, Majestades, sigan dándonos esa ilusión, que tanto hace falta en estos tiempos, en los que el regalo más importante, la vida, hasta se cuestiona.