Tiene esperanza, tiene una enfermedad extraña, pero tiene esperanza. Lucas va en silla de ruedas y sonríe. Le gusta vivir, ama la vida. Sus ojos vivarachos lo pregonan a los cuatro vientos. Sabe que es diferente, aún así, cuando por las mañanas mamá lo despierta para ir al cole, él ya está impaciente por vestirse, por desayunar, por coger su mochila, salir de casa y entrar en clase. Hay amigos que corren, saltan, suben y bajan y lo hacen tan bien como él, cuando maneja su carrito de ruedas, sólo que Lucas le pone una sonrisa más grande y una esperanza inmensa.
Él sueña con ese día en el que lluevan sombreros de colores y él pueda correr para cogerlos, para sentir lo que significa abrazar la existencia llena de nubes de lluvia, de sol. Manos pequeñas esperanzadas. Lucas sólo tiene cuatro años. Su almohada está repleta de sueños y quiere cumplirlos todos. Quiere ser el rey en el país de la fantasía, desea caminar los caminos de la alegría, subirse a caballos saltarines, tocar el suelo, abrir armarios, nadar océanos, perseguir globos traviesos, hacer piruetas con los ojos cerrados. Lucas tiene cuatro años y una rara enfermedad, pero Lucas es mucho más que eso. Lucas es un niño que olvida la distancia del tiempo y la historia de los siglos.
Él no busca el silencio de las palabras, va al encuentro de su sonido. Quiere sentirlas en su piel, en su rostro, en los remolinos traviesos de su pelo, en los fuertes latidos de su corazón. «Princesa, tenemos esperanza». Y su sonrisa, su voz, la determinación de su mensaje, me hicieron llorar mansamente, de alegría, de emoción. ¿Qué motivos tenía yo para la desesperanza, para la tristeza? Después de verlo y oírlo, ninguno. GRACIAS Lucas, me alegraste un día gris y me enseñaste de nuevo la ruta del destino. Un besote Lucas.