Ellos siempre vuelven. Lo leo acá o allá. Los sonidos del silencio buscan su oscuridad en las edades del tiempo y así la música que amamos siempre estará aunque ellos se hayan ido. Y nos salvarán las palabras, las notas y el color rojo de las lágrimas que como fuegos artificiales se fundirán en negro contra las estrellas del lado sombrío.
Estoy montando canciones de Bryan Adams, de Barry Geeb como “Words” o de James Blunt, de Gloria Gaynor… “Can’t take my eyes off you…”. ¿Recuerdan? Mi voz y mi guitarra suenan en inglés por primera vez. Palabras, palabras, palabras…
Me oigo: “We are the world” y siento que queda todo por hacer. Las notas sirven de vendajes a las heridas, de envoltura para los corazones rotos, tristes o alegres. Ojalá tuvieran el poder de convertirse en algo físico y vital: agua, alimentos, medicinas, refugio…
El día de los desventurados suena en Filipinas, el momento de los solitarios rodea de cavilaciones mis aventuras. Todo me suena a confuso si leo el largo beso de la noche y el aullido desesperado de los desventurados que piden lo que le ha quitado una implacable Naturaleza que grita llena de desesperación brutal.
No puedo hablar de melancolía otoñal porque no tengo otoño. Recuerdos infantiles de hojas recogidas para un mural que se ve ocre cuando fuera los colores lloran por miles de niños que no saben lo que es sentir un abrazo cálido, sólo el bofetón frío de la destrucción completa.
Vuelan como cometas salvadores toneladas de material médico, de esos médicos que no tiene fronteras y se adentran en lo más espeso del laberinto de astillas, de sangre coagulada, de respiración ausente, de largas lenguas destructivas e impenetrables donde tal vez, una mano muerta señale el camino.
A veces ser humano es difícil.
¿Cuántas lágrimas se pueden derramar sobre las frentes pálidas de 10.000 muertos?