Vertiginosas mañanas, despertadores sonando, alarmas de móviles. Trajín en los cuartos de baño. Olor a jabón, a colonia fresca, Sonido de secador, chasquido de planchas para el pelo. Pasillo y cocina.
Viento escurridizo soplando por una rendija de la ventana. La puerta de la terraza golpea las cortinas que enredadas en ella, se contorsionan desleales a la tela de algodón y a los hilos de seda que las trazaron.
Últimos retoque a una hora dormida. Se queman las tostadas. Ya decía yo que el nuevo tostador no me gustaba, tenía una ligera sospecha de traición vendida al mejor postor. Los kiwis un tanto maduros. Me encanta la fruta madura y el café intenso. Taza y termo. Takeaway! Bolso, llaves, libros de inglés, folios en blanco de color verde y azul. Manjares de papel.
Pero las cosas nunca suceden como te cuentan los horóscopos y aunque hoy, que no me pronosticaba nada bueno con los transportes públicos, decido coger el metro para ir a la universidad. Todo bien, se me ha hecho corto, es más las conversaciones de los chicos interesantes, chispeantes dependían de los grupo.
Aquí cercanos, parlotean las chicas especialmente, sobre sus fiestas de Halloween, allá, al fondo, sueño, deportivas blancas y mochilas. Un botellín de agua rueda perezoso a lo largo del pequeño corredor que dejan las piernas. Descanso la mirada sobre la pantalla del móvil, ¿incongruente verdad?
Cesa el traqueteo ramplón y neumático. Primera parada. Ni tiempo para una ojeada a los titulares de prensa. Lo suficiente para captar un cierto hartazgo catalán y la tragedia de Netflix con Kevin Spacey. Segunda parada. Ciudad de la justicia. Sube un elemento discordante. Una señora mayor, queridas abuelas, las llamo, con el carrito de la compra. Son las nueve de un día nublado sin pronóstico de accidentes meteorológicos. He llegado.