Sólo hay una cosa más definitivamente triste que la afirmación de que cualquier tiempo pasado fue mejor: la del que se ve llevado a creer que vivir es tiempo perdido.
Por eso, nunca como ahora tuvo el hombre tanta necesidad de preguntarse cual es la verdad del tiempo.
Y es así porque en estos últimos siglos se ha roto el cordón umbilical que unía cielo y tierra. Y con él la confianza espontánea que solía ponerse en nuestra capacidad para distinguir “las voces de los ecos” que decía Don Antonio Machado.
“Los cielos cantan la gloria de Dios. El universo, la obra de sus manos”: he ahí la voz más elemental de lo religioso. Pero las efusiones de este tipo han sido quirúrgicamente extirpadas de la cultura moderna porque no son de recibo científicamente.
Y si en otras latitudes aún se practica la ablación del clítoris a las chiquillas, el occidente civilizado ha decretado la ablación del deseo: del deseo que quiera dar el salto “hasta la vida eterna”.
En Nueva York ya es ilegal el piropo: no sólo la ordinariez sino aquel que, al paso de la criatura hermosa, celebra con un “¡Dios te bendiga!”. Cervantes, en La española inglesa, dice de su protagonista que, viendo sus encantos, los hombres tenían ocasión para alabar a Dios en ella. Pero eso se acabó, son otros tiempos.
Salvo para algunos viejos (¿”verdes”?) que seguimos creyendo firmemente en que la admiración y el deseo forman parte del instinto de supervivencia espiritual. De ahí que no se corte uno un pelo al bendecir a criaturas como Rosa Miranda o Alba Moreno (a uno le ha dado por las sopranos) a las que oyó cantar el David Penitente (Mozart) el otro día en Lucena.
A Alba le lleva uno medio siglo; pero, viéndola cantar, uno sabe cual es la verdad del tiempo.