Viajo. Este verano me tocaba viajar al norte del norte. Dejé atrás las aguas aún frías del Mediterráneo.
He paseado lentamente por calles y plazas con sabor holandés, belga y polaco. Me gusta mezclarme con la gente, con los restaurantes, con las casas, con las cosas…
Me detuve de manera especial en la medieval Brujas, porque este deseo me desbordaba desde que vi la película que lleva su nombre unido a sicarios y a thriller y a su torre. Inmensa, casi inalcanzable, pero la toqué y me llené de su esencia.
He subido y bajado de aviones, taxis, trenes, ¡ay trenes!
Descubrí la gastronomía belga en las galerías Saint Hubert y recé en Santa Gúdula, engalanada aún para los fastos de bajo coste, faltaría más, del nombramiento del nuevo rey.
He mezclado arte románico con gótico y he escuchado la historia de las piedras, que es mucho más interesante, fiel y duradera que la de los hombres.
Y llegué a Ámsterdam. Pasear por ella es nadar en un mar de bicicletas, sorteando tranvías y gentes de muchas clases y te deja pasmado su inquietud transgresora que adoptas de inmediato.
Atravesé canales en barco casi podía tocar el río Amstel y las casas de sus orilla inclinadas, con esa reverencia tan irreverente que las convierte en signo personal de esta ciudad. Recorrí el Barrio Rojo, todo de lo más normal. Estaba en Ámsterdam.
Tenía sed y bebí cerveza mirando el rostro sonriente de la reina Máxima.
Me adentré en el mercado de las flores y compré tulipanes de madera. Agitaba mi abanico intentando comprender su cultura y acercándome, con un calor intenso, hacía un punto extraordinario, de culto: el museo Van Gogh. Estoy delante de “Los girasoles”. Puedo ver su textura, puedo comprender mejor al genio incomprendido. Todo son amarillos y azules.
Regreso al hotel en la Plaza Dam, el corazón de Ámsterdam, que por lo que he podido comprobar tiene muchos y todos latiendo a velocidad de vértigo, llenos de vida. Mañana, más. ¡Estupendo!