Melchor, Gaspar, Baltasar, os escribo estas líneas porque me siento en la necesidad de haceros una confesión.
Son muchos los amigos que me rodean y en mi familia, los que han dejado de creer en vosotros, y yo me pregunto el por qué de esta circunstancia. ¿Tanto les habéis fallado otros años? Me lo planteo porque pocos mensajes de esperanza y alegría hay en los corazones y mente de ellos.
Los años van pesando en muchos, las alegrías se han tapado con el polvo de las penas; las riquezas de antaño se han escapado de las manos. Las esperanzas y sueños que por fin iban a cumplir, se han convertido en tormentas sin retorno. La salud asfixia cada uno de sus movimientos, unos que antes eran ágiles y rápidos. La mente les juega malas pasadas. Y otros se sienten perdidos en las tinieblas que le rodean y amargan su libertad sin encontrar una luz que les guíe.
¿Todo esto no puede ser fruto de que vosotros no hayáis correspondido a sus deseos? Os lo digo, por si podéis al menos, llevarles un poquito de ilusión, ésa que tan felizmente lleváis a todos los niños. Tenéis muchísima, por favor, mostradles un pequeño gesto que les permita, al menos, volver a sonreír.
Sólo quería transmitiros ese malestar general que desgraciadamente nos rodea y que les llevará a no dejar el balcón abierto de sus casas –los que la tienen– mañana noche. No os preocupéis, os digo, que os siguen esperando. Empujad un poquito la puerta y entrad, colaros en sus sueños y todo volverá a cambiar.
No tengo más que pediros, ¡y eso que se me agolpan las ideas para tener un mundo mejor! Pero entonces mi carta sería interminable y tenéis mucho trabajo por hacer.
Ya os mandaré una nueva misiva cuando pasen estos días, os relataré en ella sus sonrisas, estoy deseando verlas, porque sé, queridos amigos mágicos de Oriente, que a pesar de todo, siempre estáis ahí.