Creía que nos perdimos en las nueva jungla de torres de cemento y cristal que rodeadas de selváticos jardines dejaban poco espacio a la imaginación y al navegador, que se había vuelto loco y me hacía girar en las rotondas sin llevarme a ninguna parte, sin orientarme como un buen guía, sin hacer ninguna observación aclaratoria. Las calles aún no tenían nombre y esto dificultaba el hallazgo de la dirección entregada por wasap.
Cuando uno conduce por lugares nuevos siempre deja un poco de agradecimiento a aquellos que señalan de alguna manera el lugar donde te encuentras. Creo que debes girar a la derecha, Me dice Charo, no a la izquierda y toma la salida segunda, soltó Emilio. No, no la tercera. Y vuelta a empezar.
La cuestión es que aquella zona estaba cerca de la universidad y me conocía bastante bien el callejear por entre unas cosas y otras. Se ve que después de dos años aquello ha trasmutado y las flechas que indicaban direcciones han dejado de existir o han desaparecido de donde uno se las esperaba, se han ido lejos. Por favor, dadme un viejo edificio en el que reconozca la huella del tiempo, el vacío sonoro de su abandono, el loco bullicio de las críticas barrocas, el sonido suave de aquella fuente en un patio central rodeado de aspidistras y sombras de recuerdos.
“Ha llegado a su destino”, oímos todos cuando intentaba a la desesperada aparcar de aquella manera. ¿Qué destino? Extraviados sin remisión, Sin un alma a al que interrogar, solo el caer de la tarde y el encenderse las farolas lejanas, murmullos de pequeños insectos desorientados ululando por aquel campo seco por el calor de Noviembre.
De los cuatro que íbamos en el coche uno, más bien una dijo, pues “dile al navegador que te lleve a casa y salimos de esta”. En pocos minutos, tal vez una docena de ese tiempo contado en relojes, móviles y panel de control del coche, nos vimos en la vorágine de tráfico, en el caos de la ciudad en hora punta que también conocía. Ya estábamos a salvo. Ya estábamos en casa.