La sentida muerte de Pepe Díaz Trillo (alias «Machaco» o «Albañileas») mueve a ciertas reflexiones. De entrada porque no parece justo que sean precisamente las grandes cosas cotidianas las que no salgan del ámbito íntimo de sus protagonistas, cuando pueden y deben ser más ampliamente conocidas.
Hay quien vive y muere sin pena ni gloria, pero este no es el caso de Pepe. Entre Lola y él trajeron al mundo nueve hijos, que, a su vez, van ya por treinta y tantos. En cada uno de ellos depositaron su código genético y algo infinitamente más importante: el sentido de familia. Así que no se puede decir que haya muerto solo, sino rodeado del cariño de los hijos y de una tropa de nietos. La suya ha sido, pues, una muerte digna; pero no sólo por los cuidados paliativos, que benditos sean, sino por esa otra bendición de saberse afortunado en el amor. Y, en estos tiempos de relativismo en que pretenden hacerte creer el camelo de que cualquier modelo de familia vale tanto como los otros, la suya es una prueba de lo contrario.
Pepe ha practicado el arte de ser «uno de tantos», ese título maravillosamente humano con que S. Pablo retrató a Cristo. Con sus manos, sus herramientas, sus copitas, su pesca, sus amigos y, su familia. Y no sólo ha trabajado, bebido y pescado sin estrés, sino que su sola presencia contribuía a la tranquilidad de los que con él estaban, y ponía confianza en su buen hacer de albañil inteligente.
Un catetillo que escribió el evangelio en verso, empezaba diciendo: «El niño Jesús nació en el pesebre / donde menos se piensa salta la liebre». En casa de Pepe y Lola saltaron nada menos que dos liebres, y aunque él no fuera S. José ni ella la Virgen, algo tendrán que ver sus dos hijas monjitas con la calidad interior de estos padres.
Finalmente: si a Pepe hay que desearle que descanse en paz; con la familia –por todo lo dicho– se queda uno a medio camino entre el pésame y la enhorabuena. Y todos con su ejemplo y su recuerdo.
