Mi vecino Benito, que lleva la vida un poco a su aire, o lo que le permite su ociosidad y caprichos juntos, que no son poca cosa, ha decidido ser la diana musical matutina en el edificio donde habitamos un considerable número de familias. La hora es casi de cuartel, entre la seis y media y siete menos cuarto. Unos compases estrepitosos a un volumen desesperado, rompen la armonía del silencio del amanecer, ese tiempo de paz que el sueño es entregado, dulce y plácido se va a pique por la irrupción de un soberbio aparato que quiere presumir de potencia en toda la calle.
Y, servidora, que lleva luchando años con problemas de insomnio, da vueltas en la cama entre la incredulidad y el cabreo de no poder hacer nada para remediar esta situación que lleva mucho tiempo ocurriendo. Las amenazas de llamar a la policía caen en saco roto, si te acercas a su domicilio a pedirle que cese el zambombazo porque sus gustos son bien estridentes, durante un minuto cumple tus deseos, el que se tarda de bajar de una planta del edificio que es lo que nos separa. Y la llamada de teléfono, que he recurrido algunas veces a ellas, no son respondidas o su madre me dice con todo pesar que a ella no a obedece. Ni a ella ni a nadie, en pleno apogeo del capricho, el techo de mi habitación parece venir abajo y los minutos, se eternizan.
A veces, regala dos o tres días de tregua, y te anima a pensar que ha entendido el mensaje y no volverá a las andadas, pero lo cierto es que vuelve a la carga con más bríos, con un potente volumen de equipo profesional. He llegado a pensar si es producto de una gran sordera, pero no, y tampoco estoy segura si lo hace solo por molestar.
Desde luego, necesita llamar la atención, aunque podía ser algunas horas más tarde donde su música pudiera competir con el ruido de la calle, pero le quitaría el protagonismo, y me parece que esto es lo único que le interesa.