En este incierto mundo, por decirlo suavemente, en el que se oyen cosas espantosas, estrepitosas, absurdas; mandan cifras, cifras redondas o cuadradas que no cuadran. Derechos y deberes. Derechos para unos y hambre para otros. Papel mojado y eso que no llueve. Las nubes, el agua del cielo, se declaran en rebeldía y no lloran. Nada se empapa del preciado líquido, sólo el papel de los que no saben leer o no quieren.
La tierra, se convierte en desierto impaciente. Las musas de la economía, del empleo, de esa vuelta a la normalidad, huyen despavoridas a buscar sobras en los contenedores de basura que habitan cerca de las grandes superficies. Caducados yogures, lechugas mustias, un etcétera que llenará por un rato la vacía nevera desenchufada de una familia. Imagen de desolación vista en primera persona. ¿Qué se sentirá? ¿Dolor, ira, resignación?
Notas inciertas que arremeten con un blues para convertirse unos segundos más tarde en rock duro. Siempre llevo música encima, ahora cuido más este detalle. Es cómo una luz de fuerza que eleva los decibelios que quiero, hasta que cubre mi desnudez vital en tres planos: corto, medio, lejano. Los tres tan ciertos como me llamo Carmen.
Ruego entre sombras, que se abra un camino a la luz, a las palabras, a las imágenes, a la verdad, al torrente de una orquesta de cámara, en la que se han desaparecido, recortado los dos violines por impago. Corcheas que saltan como liebres en campo abierto, fusas confusas, pues no saben a qué partitura pertenecen. Voces a capela gritando noches en blanco una música infernal que te aleja de la yerma realidad o te acerca al tiroteo indiscriminado de Siria. Recuerdan partituras pasadas y se dicen así mismas: aquí y ahora, pues descubrieron hace siglos que la vida es lo que sucede en este instante. Y en este instante se muere, se vive, se sobrevive y se oye música del corazón, aunque éstos estén encogidos.