Ante un difunto siempre hay alguien que expresa su perplejidad: “¡Lo que es la vida”! Como si la muerte fuera el imprevisto que te deja definitivamente tirado. Pero en el caso de don Isidro Ramos Espinosa, ni de cuerpo presente denotaba especial dramatismo: Simplemente, no cabía dar más de sí, y ahí se quedó. Y aquí deja uno su breve nota de afecto y reconocimiento.
Pero esta no va a ser una necrológica al uso por la manía de matar dos pájaros de un tiro (mi difunto suegro juzgará lo oportuno del dicho), añadiendo al pésame, lo que me sugiere su longevidad: El que nace con esos genes, no sólo dispone de muchos años por delante; sino que, al paso de éstos, puede permitirse poner en su sitio lo pasado.
Me explico: cumplir los veinte años el mismísimo dieciocho de julio del treinta y seis, y morirse en vísperas de sus ciento un años dice –en su sola peripecia vital– lo lejos que queda aquello: Exactamente en el pretérito perfecto simple (antes, pretérito indefinido): Se cumplió hasta como pasado.
Dice uno esto porque chirría el contraste con esa agónica anomalía de la izquierda española que a tantos trae de cabeza: la de tener aun presente que el oponente político es heredero (y, en alguna medida, corresponsable) de aquel drama. Tristísimo lastre el de no sobrevivir al pasado. Y –¡a ochenta años de aquella pesadilla!– es una auténtica pesadez.
De ahí que, ante ese enquistamiento histórico, la trayectoria más que centenaria de este hombre básicamente bueno, libre, vital, y amante de eso que llamó Goethe “el eterno femenino”, aparezca, en sí misma, como un generoso triunfo de la vida que todo lo trasciende. Como debe ser. Y, por lo que a uno respecta, como muerto el palo quedó la astilla (y con ella su alegría de vivir), no puede separar pésame de agradecimiento.