A estas alturas del calendario, el pasado año y todos los anteriores, ya estaban colocadas las guirnaldas de colores que hacían las delicias, de propios y extraños, y anticipaban la Navidad. Mi balcón era sostén de ese alumbrado colorido. Irradiaba belleza y luz. En el atardecer, al momento de su encendido, el salón de mi casa se vestía de colores mágicos que se disputaban, unos a otros, la supremacía. Traía la invitación navideña. Y sabía que la respuesta llegaría algunos días más tarde. Apenas una semana, el Belén, los adornos navideños y unos cristales que deslumbraban, tanto como sus diminutas bombillas, respondían, con un sí mayúsculo, a su llamamiento.
Este año, el alumbrado reposa en su lugar de descanso, tal vez, cogiendo fuerzas para que el próximo luzca con más intensidad. Su ausencia no pasa desapercibida, deja un mensaje de sentimientos, momentos felices y de esperanza. Ilusión por retornar a las calles y plazas, pesar, por no poder ser el invitado de excepción que gusta estar en todas partes.
Aunque tiene capacidad para guardar cada uno de sus puntos de luz, no puede encerrar la magia. Ésta es libre y su encanto se encuentra en cada corazón que desee vivir las fiestas con la imaginación de la niñez.
Dicen que las mesas serán más reducidas y que los abrazos hay que guardarlos, bajo llave, hasta que llegue el momento de repartirlos, pero aún así, quedará espacio para los sueños, alegría y ese deseo de paz colectiva, que habría que alimentar todo el año.
El optimismo se resiste, tiene sobrados motivos para ello, pero es la actitud imprescindible para descubrir en las próximas fiestas un motivo de júbilo. Sacar una sonrisa al dolor, es sólo posible en Navidad. Reforzar el estado de ánimo para tratar de hacer prescindibles las luces navideñas, que siendo un reclamo importantísimo para las compras, no sirven para disfrutar estas fechas tan entrañables que se llevan dentro desde la más tierna infancia.