Hay vinos invisibles que embriagan a media tarde. Hay espacios escritos que alumbran caminos y oscuridades góticas. Hay cronologías que nos recuerdan comienzo y a veces finales o intermedios en los que no cae un telón de terciopelo rojo o suenan el murmullo de la luz que sobrevive.
Necesidad de información, noticias, imágenes que en palabras convertidas transforman las calles en adoquines pulidos y las palabras en suaves plumas o contundentes vocablos que recogen los sonidos inmensos del mundo.
Empezó en Roma con el Acta Diurna y siguió con Gutenberg que lo hizo llegar a las gentes: leer y escribir. Deseo de saber, conocer, compartir. La humanidad deseaba alcanzar nuevos horizontes. Llegaba el afán de descubrir almibaradas historias humanas o regios y coronados acontecimientos, o quizá severos y hoscos comentarios políticos.
Información, libertad, opinión, creatividad, reflexión histórica. La fiebre del oro de las palabras, de las noticias de ese papel que amarillea con el tiempo y que se llama periódico, diario o gaceta, comenzó a fluir y su influencia fue usada, comprada y vendida por gobiernos e ideas extremas, opuestas o cómplices.
El cuarto poder se levanta sobre las rotativas con fuerza sísmica. Periódicos, actores de nuestro tiempo. Configuran su actuación, escribiendo sus propios guiones en clave política o social al que un público enfervorecido aclama. Creamos una corte de pensadores de los que surgen ideas que abren el gran combate de la comunicación.
Olor a café, a papel, a tinta, libertad de expresión. Periódicos circulando a los cuatro vientos con aquella noticia que atraen comentarios que crean más manifiestos. Emoción y realidad contadas, narradas por plumas expertas, por miradas lúcidas, por conocedores en más o menos grado de lo que acontece.
Imparable la riada del periodismo, el maremoto de las páginas agitadas por vientos huracanados a veces y otras, alisos templados de una tibieza adormecida, según gire este planeta. Aun así, esperamos las palabras.