Mejor dicho; la falta de ellos ha provocado un revuelo mediático y fastidioso en torno al presidente francés. El sueldo de su peluquero está mucho más alto que las nubes, casi rozando el cielo y los franceses se sienten un poco más estafados de lo que ya lo estaban. Los ajustes y renuncias siempre caen en el mismo lado y los caprichos de quienes dirigen se mantienen a costa de todo, son intocables y se venden cara a la galería como si fuera un asunto trascendente. Que el presidente anda en horas bajas es bien conocido por todos, que su calvicie esté algo más poblado por los carísimos tratamientos de su cortapelos, no mejora su imagen y, que además a los abusos de poder se les ponga cifras y letras, como es el caso de la nómina de su estilista, parece una ofensa con toda regla a su país que aún no se ha recuperado del gol portugués que le quitó la copa.
Quizá la culpa haya que repartirla porque de alguna manera nos estamos metamorfoseando y sufriendo una alteración de valores. Y los asuntos importantes, porque no podamos resolverlos, los tratemos a la ligera y esos otros banales, de los que tendríamos que prescindir, le otorguemos un protagonismo desmedido.
Demasiado revuelo, el baile de fechas que nos han dado a conocer para intentar la gobernabilidad de nuestro país, tiene que armonizar cada uno de sus pasos para no perder el ritmo, o lo que es lo mismo, trabajar para construir. No nos conformamos con investidura, exigimos gobierno y por nada del mundo queremos pensar que el veintisiete de noviembre sea una fecha a tener en cuenta en nuestro calendario. Los ciudadanos hemos realizado un esfuerzo importante para acudir a las urnas en las segundas elecciones, y los políticos nos han de tratar de la misma manera.
Y siempre, desde la inocencia, hay gesto que nos devuelve por segundos la humanidad de la que tanto nos empeñamos por huir. El abrazo espontáneo y de consuelo del niño portugués al francés. La capacidad de arrancar una lágrima nos dice que no todo está perdido.