Llevo años compartiendo mi vida con el mar. Sólo como observadora inmersa en sus aguas frías, cálidas, agitadas o tranquilas. El mar siempre vuelve y lame mis pies o mis manos o toda la extensión de mi cuerpo. Mientras los guiris recogen piedras, yo me he hecho experta en recoger cristales limados por el mediterráneo. En frascos de cristal transparente los guardo. Verdes, azules, ambarinos, blancos…
No me gustaría viajar a Marte; la Tierra siempre me atrajo más que el Espacio. No siento curiosidad por saber si hay vida en ese planeta, me interesa la vida que hay en la Tierra y me compromete el cómo vivimos los humanos estos momentos nefastos. Sé que llegar al planeta rojo es una gran proeza y un avance para la humanidad, según leo u oigo en los medios, pero hoy por hoy me atrae más hacer una inmersión en las necesidades reales de los humanos, de la vida terrenal. Vida que hay que alimentar, salvar, proteger, informar, educar, respetar…
Estas extrañas jornadas, mezcla de olimpismo aliñada de brownie de marihuana y depresión económica, con una pizca de regresión, me sugieren numerosos interrogantes. Sí, ya sé; la NASA ha conseguido estar en lo alto del podio, pero, ¿quién se lleva la plata? ¿Amancio Ortega? ¿Y el bronce? Seguro que José Ignacio Wert, ministro de Educación, porque se lo está ganando a golpes de recortes.
Recordarles quiero, que en Alepo, Damasco, se nada en un mar de sangre. Que hay cada vez más matanzas indiscriminadas de pirados o no. Que Obama fue nombrado Premio Nobel de la Paz antes de comprobar, que desde la Casa Blanca se dirigen muuuchas guerras fuera, eso sí, de EEUU. Que los periodistas que no temen a la verdad, como Ana Pastor, son despedidos por hacer buen periodismo, que la ONU, creada a fin de evitar conflictos bélicos, dimite ante muros llenos de sepulcros blanqueados.
Regreso a mi playa, al silencio colorista de mis sueños, a las letras rasgadas de Chavela, a las puestas de sol anaranjadas.