Un verso puede recorrer un camino corto para llegar hasta el interior de un sentimiento, abrazarlo y olvidarlo luego sin temblarle el pulso. La poesía tiene su día, el 21 de marzo, pero aquéllos que la amamos, no nos importa que sea el tercer mes del año o el undécimo. Sea cuando sea, las estrofas caminan con paso firme, vestidas con botas de ante negro sobre escarcha recién cortada de los invisibles árboles de nieve.
Las rimas asonantes generan discordia abstracta en los corazones que no miran ni miden la distancia o el tiempo. Arrugas impávidas de endecasílabos, que forman un ejército rojo y arriesgado, desordenado y vivo cuando corren por las venas salvajes de la primavera. Más allá de la muerte, de las guerras, de las posguerras, las estructuras de los poemas se mantienen en sus trece, clavan espuelas y marcan huellas.
Me quedo mirándolas mucho, mucho tiempo. Las estrofas se impacientan entre un universo y otro. Lejos, cerca, ¿importa? Las ciudades de ladrillo olvidado, de arcas vacías, de ojos tristes, también tienen sus poetas, su poesía, sus soledades y sus lágrimas. Torres para ser versadas, versos que son torres de campanas mudas. Cementos duros que castigan sentimientos y recortan palabras de coplas. Estrofas arrojadas a su suerte por esos caminos de Dios. ¿Alegría? La hay, pero parece algo banal en estos tiempos que corren. ¿Por qué escribir poesía entonces? ¿Por qué leerla? Para que siga viva, para festejarla, para oler su perfume, para acariciarla. Para dejar constancia de que existe y de dónde mana, de la altiva amplitud del universo, cuando éste quiere dejarla libre, sin esclavitud dorada, sin brillo de estrellas, sin polvo de hadas. Sola, y sólo el camino poético. Inciertos cantares exiliados de la rutina.
«Si de amor me visto, si de amor me quemo, sobre un lecho de hojas secas morir quiero. Ardiendo vehemente abrazada a los poemas que jamás escribiré pero que siempre estarán vivos entre los suspiros ingrávidos de la tierra».
