Me he tomado unas breves vacaciones que han transcurrido entre lluvia, viento y buena gente. Al tercer día de mi estancia en Veralthy, al norte de lo que se podría considerar una ciudad improvisada, contraje unas fiebres tupidas y realmente extraordinarias, pues si bien me dejaron sin fuerzas, aportaron a mi vida ese toque irreal que necesitaba. En verdad el descanso me sentó muy bien. Aquella parada en medio de la nada me trajo una paz inusitada y unas nostalgias que no parecían de mi vida. Esto es, me explico, los recuerdos más bien serían de otra persona, pues yo nunca había vivido en una casa pequeña o grande. Mi hogar había sido un hotel blanco de apariencia tranquila en el que el único huésped conocido era la señora de traje gris. Gris oscuro, gris claro, gris matizado, pero siempre gris.
En cierto modo me resultaba raramente familiar, tal vez porque su interés hacia mí, traspasaba las espesascancelasde mis emociones y yo no quería sentir nada en aquellos días. Un doctor que hablaba muy mal el castellano y peor el inglés, y no os cuento el húngaro, tuvo a bien recetarme unas pastillas cuya química me supuso un descubrimiento farmacológico, pues enseguida me quitaron aquella especie de afonía sentimental que sentía desde un brazo a otro pasando por el corazón y que se detenía cada cierto tiempo en una de mis costillas flotantes componiendo una sinfonía muda que me desalentaba.
Un día el doctor y la señora de gris se presentaron en mi habitación. Me traían papel y lápiz. Me permitían escribir. Yo me eché a reír a carcajadas mientras reclamaba mi ordenador portátil y mi teléfono. No había llevado conmigo ninguna de las dos cosas según me informaron en el hotel. Regresé pues a este país de locos y ciegos. Otra vez será, me dije, tendré que seguir inventando historias.