Queridos hermanos: Acabamos de iniciar el tiempo de Cuaresma. Es cierto que en nuestro vivir, tan lleno de actividades, un día tan importante como el Miércoles de Ceniza puede pasar desapercibido, máxime cuando ha tenido lugar en medio de las vacaciones de Semana Blanca.
Para evitarlo aparece este domingo, el primero de Cuaresma, que viene a ser el gran “despertador” a este tiempo fuerte de nuestra fe, que quiere hacernos caer en la cuenta del importante momento que vivimos en nuestra fe.
Porque es este tiempo de Cuaresma quien nos pone en camino hacia la Pascua, hacia la plenitud del Misterio de Cristo, donde se cimienta nuestra vida de fe, ya que su origen está en el mismo nacimiento a la fe, en el bautismo.
La Cuaresma se fue fraguando, dentro de la Iglesia, como la preparación de ese día de nacimiento a nuestra vida de fe, a la verdadera vida en la noche santa de Pascua.
Primero fueron los tres últimos domingos, con los ritos iniciales del bautismo para los catecúmenos que lo iban a recibir. Con el tiempo, y por influjo del texto del evangelio de este día, que siempre es el de las tentaciones de Jesús en el desierto, se fija la duración de este tiempo penitencial en esos cuarenta días que nos dicen los evangelistas que el Señor estuvo haciendo penitencia antes de empezar su ministerio público y que de camino dan nombre a este tiempo de camino a la Pascua.
Jesús, tras su bautismo, se marcha al desierto. El desierto siempre ha tenido mucha importancia en la simbología bíblica: es el lugar del pecado, es donde el pueblo de Israel va a transitar durante cuarenta años camino de la Tierra Prometida.
Pero también es el lugar del silencio, el lugar donde nada ni nadie nos puede apartar de nuestro propósito. Por ello el evangelio sitúa hoy allí a Jesús, en este apartado pasaje.
Durante muchos días estuvo ayunando. Es de donde arranca hoy el evangelio, pues esa hambre es el “hueco” que el diablo aprovecha para tentar a Jesús, para ofrecerle un camino más fácil, que a la vez lo alejará de su misión de anunciar el Reino. Y lo que es más importante, de su Padre Dios.
Porque esa es la clave de la tentación, que nos ofrece algo agradable o que nos vendría bien en un momento determinado, sin pensar en las consecuencias, sin darnos cuenta de que un simple “si” implica, al mismo tiempo, muchos “no”, una renuncia a nuestra condición de hijos de Dios.
Además, en nuestra sociedad, parece que el componente de penitencia que tiene este tiempo cuaresmal no se vive bien, está pasado de moda. Nosotros que sin embargo, nos sometemos a disciplinados regímenes o a “curas” depurativas para perder peso y sentirnos jóvenes y hermosos, a gusto con nuestro cuerpo.
Y sin embargo, hoy nos cuesta trabajo aceptar que la Iglesia nos diga que tengamos cuidado de tomar algún alimento en unos días concretos. Posiblemente porque no se ha actualizado el sentido de estos sacrificios, ni se ha explicado bien su sentido.
No es dejar de comer carne para gastarse un dineral en otros alimentos. ¿Qué sacrificio es comer bacalao, el plato estrella de este tiempo, si nos encanta ese manjar? En el fondo, es mucho más que eso, es renunciar a algo que nos gusta, para que con ese dinero podamos aliviar las necesidades de nuestros hermanos necesitados. Un Ayuno-abstinencia que hace posible la limosna de verdad. Buenos cimientos para comenzar a preparar en serio los días más importantes de nuestra fe.
Ojalá que aprovechemos este tiempo de gracia que es la Cuaresma y que no caigamos en la tentación de creernos que no podemos hacer nada, que nada puede cambiar en nuestra vida. A lo mejor nosotros no, pero el amor de Dios está esperándonos para ensanchar nuestra alma, para regalarnos una Cuaresma y una Pascua llena de Él. Con esa confianza empezamos nuestro camino. Feliz tiempo de Cuaresma y que Dios os bendiga.