Lucía abrió sus ojos poco a poco, con pesadez. Nada más despertar, notó que había más jaleo de lo habitual. Cuando consiguió abrir los ojos totalmente, detectó que algo iba mal. No estaba en su habitación, sino en una sala con azulejos blancos. Empezó a percatarse de que estaba conectada a una máquina muy extraña. Parecía que marcaba sus latidos. Sintió un escalofrío muy repentino y un sudor frío la atrapó el notar la voz de su madre. Lucía no logró entender más que esto:
– Necesito verla un poco más. Por favor, solo 5 minutos.
– Señora, entienda que… ¡Mire! ¡Ha despertado!
Muchos gritos de felicidad empezaron a sonar en el hospital, a la vez que el sonido de varias personas corriendo. De pronto, las blancas y ligeras puertas de aquella extraña habitación se abrieron. Por ella entraron dos personas. Una de ellas, era una mujer de un metro setenta aproximadamente, con un liso y cuidado cabello rubio recogido en un moño alto. Tenía aspecto de cansada. Sus preciosos ojos azules estaban enrojecidos y húmedos y sus ojeras estaban muy marcadas, causadas por la falta de descanso. Llevaba unos pantalones vaporosos azules, una camisa blanca que a Lucía parecía sonarle mucho, y unas sandalias de cuero negro. Parecía estar a punto de echarse a llorar.
Mientras el hombre de al lado, estaba acercándose a la cama de Lucía. El hombre debía medir un metro ochenta, porque era altísimo. Tenía el pelo rizado y negro, unos ojos de un agradable color verde y una gran sonrisa. Su nariz era grande y ganchuda, a juego con el tamaño de sus ojos. Llevaba una bata blanca que le llegaba a la rodilla y debajo de ésta, Lucía logró ver unos pantalones de traje negro. El hombre le preguntó con gran expectación a Lucía.
– ¿Qué tal te encuentras, Lucía? ¿Recuerdas quién soy?
Lucía negó con la cabeza con gran esfuerzo, pues tenía muchos aparatos peculiares conectados.
– Bueno…. Yo soy Miguel, el médico que se va a encargar de ti.
– Vale. Lucía le costaba mucho hablar, como si tuviera toda la boca anestesiada. ¿Qué hago aquí?
La mujer que había entrado con el médico, se acercó, mientras las lágrimas rodaban por sus sonrojadas mejillas. Parecía pensar las palabras adecuadas y rompió a llorar, cuando rozó la mano de Lucía. Esta intentó abrazar con fuerza a esa mujer, su madre.
– Mamá, por favor– hizo una pausa para respirar le costaba mucho hablar. Cuéntame qué hago aquí.
El médico habló con tono asustado, que intentó disimular.
– Será mejor que me vaya. Si necesitas algo llamadme.
El médico salió de la sala a paso rápido, dejando madre e hija solas.
-Mamá…
-Verás: ¿Te acuerdas de la noche en que saliste de fiesta ¿Pues esa misma noche llamaron al hospital unos chicos de tu edad diciendo que su amiga– gimoteó y volvió a romper en llanto– se había desmayado después de beber tres botellas seguidas de whisky, esa amiga resultaste ser tú.
Lucía no comprendió cómo había bebido tanto, no lo recordaba. Un sentimiento de culpa le invadió. Ella había sido la causante de las lágrimas de su madre, la causante de sus ojeras, la causante de que la persona a la que más quería estuviera llorando.
-Y-yo n-no. Le temblaba la voz, quería llorar- lo siento solo quería ser la más guay… no no..quería. ¡Basta!, te trajeron al hospital en estado de coma etílico y has permanecido así tres días. Nadie esperaba que despertaras –una sonrisa resaltó en su rostro– pero hoy has despertado.
Lucía lo único que pudo hacer, fue abrazar a su madre con muchísima fuerza. En lo único que pensaba, era en la promesa que se había hecho. No volveré a abusar del Alcohol. Ni por ti ni por lo más importante. Por mí.