La Biblia crece en un mundo rural, como atestigua su lenguaje. Por ello, sus comparaciones son rurales. Una de ellas, la de la vid, es común a los profetas y salmos: “Sacaste una vid de Egipto… Ven a visitar la viña que tu diestra plantó” (Salmo 80).
“Yo te planté vid selecta y tú te volviste espino (Jeremías). Jesús utiliza ese lenguaje y llega a decir: “Yo soy la vid verdadera, vosotros los sarmientos”.
Y es que no basta que conozcamos la Palabra sino que la vivamos, por lo que añade: “El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mi no podéis hacer nada”.
En siete ocasiones encontramos, en el breve evangelio de este domingo, el verbo permanecer: “permaneced en mí”.
Y es que el Resucitado no sólo quiere que le “sigamos” o caminemos “con él”, sino que desea que vivamos “en él”, que “permanezcamos en él”.
Estamos ante lo radical cristiano, estamos tocando la raíz misma de nuestro ser cristiano. Cristiano no es el que sabe, sino el que permanece en Jesucristo. Todo depende de esto: permanecer, vivir en esta dimensión.
Mas para permanecer en Cristo hay que relacionarse con él. Si nosotros creemos en una persona, nos relacionamos con ella. Lo mismo ocurre en el camino de la fe. La fe es una relación que necesita el deseo, la búsqueda y trato con el Señor, hasta que pase a ser “mi Señor”.
La pregunta, entonces, puede ser: ¿dónde encuentro a Jesús, para estar y permanecer en Él? Mejor dicho: ¿dónde me está esperando Jesús, para encontrarse conmigo?
Hay unos lugares claramente señalados en la Biblia: Dios habita en nuestro más profundo centro. Abrirnos al anhelo que llevamos es abrirnos al Creador.
Él está en su Palabra. Somos el pueblo de la Palabra. Es ella la que nos ha engendrado como tales. La Palabra que estaba en el principio –como dice san Juan– se ha hecho palabra humana en la Sagrada Escritura. En ella, Dios se nos ofrece para que creamos.
Dios está en el prójimo. La Palabra eterna se encarnó. He ahí el fundamental gesto de la gramática de Dios. Y Jesús es la Palabra encarnada para manifestar el camino de Dios que se resume en el amor a Él y al prójimo, porque “lo que hagamos a los otros a Él se lo hacemos”, dice Jesús.
Él está en la oración. En ese trato relacional que parte de nuestra intimidad y nos coloca ante el Creador. Es verdad que para orar hay que aprender a contemplar. Y eso, hoy, está olvidándose. Pero sin oración no podemos permanecer en Él. Ella es el oxígeno de la fe.
Dios está en la Creación que hay que saber ver, pues para quien sabe ver todo es presencia de Dios. Y también se ha quedado en sus sacramentos, en los que se hace cercanía y salvación.
Por todo esto, lo que hace falta es que pongamos nuestro corazón donde Él nos espera. Hay que enamorarse de esa presencia. Porque cuando uno se enamora vive tal fascinación que todo se resitúa en torno a ese amor. Y es que estamos donde tenemos nuestro corazón.
Mi corazón o afecto, ¿dónde debo ponerlo, para encontrarme con quien me está esperando?