sábado 23 noviembre 2024
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Recuerdo para un poeta

Pasé por Araboya un día abrasador. Ni el verano había entrado en la plaza y todo olía ya a tierra quemada.  El sol almeriense pegaba duro sobre la tierra, paseaba las calles con lenta parsimonia. Junto a la iglesia, la torre y la sombra agradecida de su campanario, mudo, sin campanas, sin arrullo de palomas. ¿Qué escucharían entonces los vivos? ¿Y los muertos?  Casas encaladas y niños en la escuela esperando a Carmen Ramos. Tardé un rato en programar el navegador, pero el chisme ése endemoniado que me enrolla en las rotondas, me guió con línea firme  hasta el conjunto vecinal. Sierra arriba, por una carreterilla que no me dio trabajo. Los campos secos, las ramas yermas. El pueblo blanco en medio de aquel arrebolar de chicharras que se rebelaban contra el destierro entre las piedras grises.  
 
Un chiquillo llegaba corriendo con historias bajo el brazo. Y gritaba: ¡Ya viene la escritora, la escritora ya ha llegado! Se abrieron puertas y ventanas Yo sonreí a los 108 habitantes aunque no los viera.  Más tarde entre guiños alegres y miradas tontas, me enteré de aquel lugar guardaba un secreto, y hasta él me llevaron, cuando terminé de hablar de historias y cuentos, de novelas y poesías. Debajo del único árbol que subía la tapia de la escuela, que estaba cerca del cementerio, estaba enterrado un poeta famoso que dejó escritos cientos de poemas. Agustín H. Otero. Mi cara de asombro ante la tumba no les sorprendió en absoluto a los allí congregados. Y el niño que había visto a la entrada del pueblo que también resultó ser la salida, se acercó hasta la modesta lápida del poeta y comenzó a leer uno de los poemas inéditos de Agustín. Y luego otro y otro.  Aplausos póstumos. Reconocimiento de los suyos y desde luego el mío. Lamenté no haber sabido de su existencia. 
 
 Fui obsequiada con una carpeta que contenía copias de aquellas poesías sagradas, que se guardaban bajo llave en un cajón de un mueble apolillado pero limpio de la casa consistorial. 
 
Prometí volver en otra primavera. Mientras bajaba los montes, en mis oídos resonaban los versos de aquel poeta desconocido: “Amo la tierra que piso, la oscuridad de sus noches, los inviernos solitarios…” Y me prometí que hablaría de los pequeños pueblos que visito cargada con mis libros, de sus gentes y de sus poetas.  
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