Se desbordaron las aguas porque les pertenecía la tierra. La garganta profunda del torrente no pudo tragar tanta lluvia y todo se vino abajo en momentos. Las nubes descargan con fuerza un enojo incomprensible para el ser humano. Solo unas botas de agua altísimas fueron testigos de la escena. El barro llegaba como una cascada achicada por cubos de todos los tamaños. Málaga de nuevo bañada de espejismos acuosos extraordinarios.
Pasaron horas angustiosas y monocordes, acompañadas de un parloteo de alcantarillas que no podían comprender cómo de nuevo la ciudad quedaba arrasada. ¿Cómo se pueden olvidar las imágenes que vimos? En el 89 se rompieron las calles y lloraron las orillas. Tiempo de coche anegado en las cuestas camino al trabajo. Dos niñas pequeñas dentro. El horror de verme arrastrada no puedo describirlo, es más, quiero olvidarlo. Impotencia desamparada. Pensé entonces que era imposible que aquella angustia pasara de nuevo. Pero sucedió en 2012. Dejé de creer en promesa de alcantarillado, en la impermeabilidad de los garajes inaugurados a bombo y platillo, en los estudios logísticos del terreno.
Alguien desde las alturas políticas dijo “nunca más” pero no hizo nada. El otro día flotaban hojas de palmeras quebradas, sueños arrastrados de arena. ¡Ah los arroyos! Los arroyos siguen su camino, pero nadie los remienda. Oídos sordos del consistorio. Montes de arcilla haciéndose pedazos, corriendo ladera abajo arrastrando vertiginosamente el mundo cotidiano.
Declives rodando sobre habitaciones de hogares deshechos y aislados. Luces que se iban. Teléfonos mudos. El mar se levantó con furia extraordinaria, escupiendo olas que luchaban frente a frente. Rugido pavoroso del agua y de su fuerza. Fracciones de vida que se ha perdido en la negligencia. Taciturna gestión.