Textura suave de morado tono. Bordados de seda amarilla, que se enredan y se mezclan con intensidad de lágrimas, sobre el tejido morado. Cíngulo nudoso, esclavo del deber de encadenar manos, de rodear cintura y atar una figura querida.
Tengo el privilegio y el duro deber de atar esas manos. Manos que beso cuando nadie me mira, en un instante de infinito dolor, que se desvanece cuando detengo mi mirada en su rostro sereno. El pasado sábado estaba en mis quehaceres de camarera del Rescate.
Cambiar una túnica de brocado, por la de seda, la más antigua que tiene el Cristo, la primera que yo conocí, la que mueve el viento, la que agita conciencias, la que llega a los corazones de las gentes, la que se ajusta a su imagen como una segunda piel, la que deja caer sus pliegues sobre las sinceras y espartanas enaguas de algodón blanco.
Fiesta de nuestros titulares, último domingo de ese octubre que nos deja nostalgias, soledades e inquietas sensaciones de un futuro borroso. Desde mi banco miraba al Rescate, veía a la Virgen de la Piedad y recordaba mis primeros pasos en la cofradía.
Oraciones en silencio, cánticos, una guitarra. Instantes que yo denominaría de extraordinaria belleza. Inmersa en mí. Sumergida en algo bien distinto de la inclemencia de una realidad a la que todos los días nos enfrentamos la mayoría de los seres humanos.
No hay secretos que me separen de Él. Urgente presencia de sedosa penumbra del que acude en mi ayuda y me habla de los hilos que hay tejer en una vida y que la mayoría de las veces carecen de suavidad aunque lleguen cargados de argumentos para continuar la senda que emprendimos.
Súplicas oídas y no olvidadas. Invitación que nos obliga a hallar, a encontrar de nuevo el camino. Una y otra vez.
Escribo del tiempo presente, pues del pasado no quiero ser y del futuro…
Es de seda su túnica, morada. Hoy, de seda morada.