Al comenzar esta semana podemos afirmar que nos encontramos en el ecuador del Adviento. Las lecturas anteriores y las de hoy también son vitaminas que nos levantan el ánimo y la ilusión: ¡Grita de júbilo! ¡Alégrate y gózate de corazón! ¡Estad siempre alegres! Y, Juan, les anunciaba la Buena Noticia. Este domingo es un paréntesis en medio de, la cierta austeridad, que ha marcado este tiempo de adviento. ¡Tenemos tantos motivos para la alegría! El Señor viene. Y, si algo nos proporciona la Navidad, no son regalos vacíos de cariño, sino pesebres llenos del amor de Dios.
Y, por eso, toda la liturgia de este día es una llamada a sonreír, a cantar las alabanzas del Señor, a poner en el horizonte la estrella que nos lleva directamente al encuentro personal y comunitario con Dios. Un cristiano caminaba contento por una calle de una gran ciudad. Se encontró con unos jóvenes de un instituto que iban realizando una encuesta sobre “cómo se sienten los hombres hoy”. Al acercarse a esta persona, alegre y sonriente por fuera, le preguntaron: ¿Es usted feliz? Y, el cristiano les contestó: ¡Totalmente! ¡Acabo de escuchar un mensaje y de estar con Alguien que me hace sentirme bien! Los jóvenes, extrañados de tanta dicha, volvieron a preguntarle: ¿Y dónde podemos localizar a esa persona para que nos diga cual es y dónde encontrar el secreto de la felicidad que usted tiene? ¡Ay amigos! No está muy lejos de vosotros. Si buscáis un poco, en el fondo de vuestro corazón, encontraréis la razón de mi felicidad: Dios.
Un cristiano alegre enseña más que mil palabras. ¿Qué podemos ofrecer en el trabajo? El testimonio de nuestra pertenencia a la Iglesia –¿Qué pueden ofrecer los padres a sus hijos? El ejemplo de una vida cristiana que es cuidada con la oración, con la bendición de la mesa, con la participación en la eucaristía –¿Qué podemos ofrecer los sacerdotes a los que nos observan y servimos? Una vida sacerdotal entregada, entusiasta, convencida. ¿Qué podemos ofrecer, los que todos los domingos escuchamos la Palabra del Señor? Un compromiso más activo a favor de las causas de los más pobres; una generosidad que nunca se canse ni exija condiciones; una coherencia, por lo menos en ciertos mínimos, que denoten que vivimos y seguimos a ese Alguien que es Jesús de Nazaret.
La alegría cristiana en estos tiempos donde el “laicismo” no la podemos dejar guardada bajo llave en el cofre de los cuatro muros de una iglesia, en la familia, en las aulas de un colegio católico o en el seno de una comunidad que cree y vive en el Señor. Entre otras cosas porque, la alegría, es un bien escaso en nuestra sociedad. ¡Cuánta sonrisa forzada! ¡Cuánta alegría postiza y comprada!
La alegría de la Navidad no la ofrece el destello de unos adornos que, entre otras cosas, ya ni recuerdan el contenido de lo que celebramos. La alegría de la Navidad, no la produce el licor. Eso, más bien, adormece y atonta los sentidos. La alegría de la Navidad, la más auténtica y duradera, surge cuando el hombre sabe que hay un Dios que viene; que está cerca; que nos quiere y que sale a nuestro encuentro para salvarnos.