Pregunté: ¿por dónde empiezo este escrito de Navidad? Pon ahí –dice un amigo– que han hecho desaparecer de las calles todos los símbolos cristianos; por ejemplo: donde estaba la estrella de Belén han colgado bolas amarillas. Lo diré, aunque el tema de las navidades laicas y el solsticio de invierno, además de una tontería, no es ya noticia. Entonces –tercia otro– habla del Misterio. Eso sería lo suyo; pero ¿cómo podría abordar por derecho lo que es en sí El Misterio? Ésa era la cuestión, y ahí lo dejamos.
Sin embargo, en estas fiestas no parece tan complicado penetrar, al menos superficialmente, en el misterio-del-Misterio. Ese misterio con minúscula que hay que estar muy ciego para no ver, por ejemplo, en la carita de los niños. Y si a uno le divierte el misterio minúsculo de los perros y los niños, no sería de extrañar que le gustaran las mujeres y las músicas del mundo. Y empieza uno con estas cosas y acaba teniendo una cierta ternura de apariencia tontorrona pero con vocación bastante más universal. Y se despierta un día creyendo, no sólo en las bellezas de lo bello, sino en La Belleza eterna. Y ya atrapado en esta espiral ascendente ve por todas partes bromas y guiños del Buen Dios, como le llaman los franceses. Y a partir de entonces le entra cierta herética tendencia (debe ser cosa de la edad) a pensar en un Dios tan falto de formalidad como un abuelo que chochea con sus nietos. Y supuesto ese estado divino de entusiasmo enajenado –concluye uno– ¿qué tendría de ilógico que apuntara a la locura mayor, que es La Encarnación?
La religión se expresa mal en prosa y sin imagen. Porque el misterio-del-Misterio, ese supremo poema, se lee con la lógica de la imaginación y el corazón, mejor que con la razón y con la ley. Ayudan bastante esas formas indirectas de aproximación apuntadas más arriba, e incluso esas músicas antiguas del Medio Oriente (persas y afganas) que hemos oído estos días levantar vuelo místico en espiral como teologías ascendentes. Verdaderos cantes hondos. A su lado el góspel, como gozosa expresión afroamericana de la fe moviendo el esqueleto, representa la posesión agradecida del amor de Dios. Todo es signo.
El resultado es que ese inmenso potencial de simpatía imaginativa (el atributo poético del común de los mortales) sube de la tierra al cielo ¡porque intuye oscuramente su deuda filial con la madre de todas las simpatías… la que desciende de Dios a la tierra! Eso es lo que late en estas fiestas. Ya pueden decir los del alumbrado laico o los filósofos del ateísmo lo que quieran.